top of page

Entender un Elefante
- Guadalupe Nogués

Capítulo 7
Para la próxima
Herramientas para estar mejor preparados

Nadie puede predecir con exactitud lo que va a pasar. La tarea es prepararnos meticulosamente para lograr el mejor resultado posible si sucede lo peor. 
Garri Kasparov

 

 

Linternas, no mapas

 

Imaginemos una reunión de ingenieros después del hundimiento del Titanic. Uno propuso que, para evitar que un desastre como ese volviera a suceder (es decir, para resolver el problema), a partir de entonces los barcos deberían navegar por los trópicos, donde no hay icebergs. Pero eso sería una muy mala idea, por dos motivos. En primer lugar, algunos de los caminos que necesitamos transitar están lejos de los trópicos. Además, incluso si logramos evitar los icebergs, es posible que se nos presente un desafío distinto.

No necesitamos prepararnos para evitar peligros específicos, que son impredecibles, sino hacer mejores barcos, con tripulaciones más capacitadas y con más salvavidas, y desarrollar tecnologías como el sonar, que nos advierta de todo tipo de obstáculos, no solo icebergs.

Cualquier otra cosa significa resignarse al próximo hundimiento, y rezar para que nos encuentre cerca de una tabla que nos permita flotar. 

Quedó claro que en esta pandemia estuvimos bastante bien preparados para resolver los problemas domesticados, como entender el virus y desarrollar vacunas. Pero también se demostró que no pudimos lidiar bien con los problemas salvajes asociados, tanto en la comprensión de los sistemas interconectados y dinámicos que resultaron afectados como respecto de sus rasgos sociales con múltiples actores involucrados.

Definimos la pandemia, temprano y con una mirada de corto plazo, como una crisis de salud. Eso pudo habernos jugado en contra porque limitó nuestra perspectiva: no pudimos ver a tiempo ni la índole salvaje del problema ni el largo plazo.

Desde nuestra perspectiva personal, intensa y corta, esta pandemia fue dificilísima, pero si la miramos con un ojo más o menos histórico, descubrimos que tuvimos suerte o, al menos, suerte relativa. Esta nueva enfermedad podría haber sido mucho más contagiosa o mucho más mortal, o ambas cosas a la vez. ¿Quién sabe cómo será la próxima? Tenemos que pensar en términos de problemas salvajes.

Prepararnos para la pandemia venidera no es ir fabricando y acumulando respiradores, ni siquiera ir construyendo nuevos hospitales o infraestructura física. No es ir creando soluciones específicas para problemas que no sabemos si sucederán o cómo, y que requerirían recursos que podrían ser utilizados de manera más eficiente.

La próxima “pandemia” podrá ser causada por otro virus respiratorio o un patógeno totalmente diferente, también alguna catástrofe natural, el apocalipsis zombi, Skynet o algo que ni siquiera podemos imaginar. Sí sabemos que será una crisis repentina, compleja y global.

Nos afectará de manera multidimensional, con retroalimentaciones, demoras y consecuencias inesperadas, y suscitará distintas prioridades y miradas según cada parte interesada.

Entraremos en la caverna de la Hidra, un lugar oscuro y desconocido. Esta es casi nuestra única certeza. Lo que podemos hacer es elegir si vamos a ingresar con lo puesto, confiando solo en la suerte, la capacidad de improvisar o en nuestras habilidades naturales, o si vamos a prepararnos para eso. Esa decisión sobre el futuro no ocurrirá en el futuro sino hoy. Como dije, el centro de lo que podemos mejorar no es la infraestructura física sino la infraestructura lógica: información, toma de decisiones, manejo de riesgos, comunicación. Podemos prepararnos de varias maneras. Por ejemplo, aunque fuera posible hacer un mapa de la caverna, gastar energía en eso no sería demasiado útil, porque no sabemos cuál es la que nos va a tocar la próxima vez. Una linterna, en cambio, sirve para iluminarnos en cualquiera.

Si queremos estar listos para un futuro incierto, lo más útil no es pensar en soluciones específicas, sino en herramientas, es decir, habilidades, competencias, capacidades que nos sirvan para abordar mejor la complejidad, se presente de la forma que sea. En vez de saber a qué hora va a salir el Sol mañana donde vivo, aprender astronomía para poder calcular el amanecer en cualquier parte y cualquier día.

El momento de inventar herramientas, mejorar las que ya tenemos y aprender a usarlas mejor es entre las crisis, no durante ellas. En medio del tsunami, solo podemos escapar de la ola con lo puesto. 

Es en los períodos más estables y tranquilos cuando debemos ocuparnos de crear los mecanismos, los procesos, las instituciones, las transformaciones que nos ayuden a estar mejor preparados. Esas herramientas son inversiones a futuro, superpoderes siempre útiles, pero indispensables en contextos salvajes. En este capítulo presento siete de estas herramientas. 

Según cada contexto local, a algunas habrá que desarrollarlas de cero y otras solo tendrán que ser ajustadas y pulidas. Necesitaremos también aprender a usarlas, y a usarlas mejor. Decir todo esto es más fácil que hacerlo, pero si ni siquiera lo decimos es muy improbable que logremos hacerlo. Y no a medias, sino asegurándonos de recorrer hasta la última milla para llegar hasta el final. Es difícil, es caro, y los beneficios vendrán diferidos en el tiempo, pero las alternativas son peores.

Antes de avanzar, me gustaría aclarar un punto, y es el lugar del debate democrático para enfrentar estas crisis. Hay quienes creen que en estas circunstancias tenemos que resignarnos a —o alegrarnos de— ser un poco menos libres. Que tiempos difíciles requieren una mano dura. Que lo mejor es que nos callemos y dejemos que alguien arriba resuelva la situación por nosotros, ya sea una elite ilustrada o un líder iluminado por Dios o por la Historia, así, con mayúsculas. En un sistema autoritario, y ante un problema salvaje, las voces de muchas de las partes interesadas están calladas. Eso podría parecer una ventaja, en el sentido de que para implementar los proyectos no es necesario coordinar nada con nadie, pero esa ventaja es solo aparente: dado que estos sistemas no tienen un proceso crítico de filtrado de ideas o un modo de evaluación amplio, y que los intereses que se busca defender pueden ser solo aquellos que una minoría considera importantes, son propensos a terminar haciendo lo que se le ocurre a quien está en el poder, y no hay garantía alguna de que esas ideas puedan funcionar. Se trata de apostar a un solo número: que los líderes tengan razón siempre. Es posible que alguna vez funcione, pero es improbable que lo haga durante mucho tiempo. Por otra parte, las políticas autoritarias, impuestas de arriba abajo, tienen todos los incentivos para fracasar: por miedo, por ignorancia o por comodidad, en general no hay quien se oponga a la decisión de los líderes, y cuando la política deja de funcionar tampoco hay quien lo advierta, y al final, cuando se percibe la necesidad de cambiar, ya es tarde, el desastre es inevitable y solo queda tapar los resultados (o cambiar de líder, lo que nos lleva al mismo problema, solo que más tarde y más caro).

Las siete herramientas que siguen son útiles para todo tipo de problemas, pero más que nada para los salvajes, en los que estamos más perdidos:

  1. Saber

  2. Medir

  3. Ser adaptables

  4. Tener resiliencia

  5. Comunicar

  6. Colaborar

  7. Ser transparentes

 

Más que ocuparnos ahora de hacer mapas de cavernas específicas, hagamos más y mejores linternas.

 

1. Saber

 

Ante cualquier problema, sea domesticado o salvaje, necesitamos conocimientos de todo tipo. De esta manera tendremos más probabilidad de triunfar en lo que nos proponemos, evitando errores que quizá se cometieron antes. Aprovechar como insumo el saber ya logrado por la humanidad nos ayudará a tomar decisiones informadas por la evidencia. Esto es importante no solo desde un punto de vista puramente pragmático, sino también en el terreno moral: ante recursos que siempre son escasos, este abordaje facilita que los usemos de modo más eficiente. 

Volvamos al ciclo de cuatro etapas que presenté en el tercer capítulo: definir el problema, definir la solución, implementarla y evaluar si lo que hicimos funcionó o no. Luego, especialmente para el caso de problemas salvajes, iterar y seguir iterando. En particular, debemos nutrir las primeras dos etapas, las de definir el problema y la solución, con información sobre qué se sabe del tema en cuestión. Estos son los conocimientos disciplinares, obtenidos sobre todo gracias a la ciencia.

Saber es, entonces, nuestra primera herramienta, la linterna que nos permite iluminar cavernas conocidas y desconocidas. ¿Cómo la desarrollamos? ¿Cómo la mejoramos?

En primer lugar, hace falta seguir generando conocimiento nuevo, de todo tipo, por medio de la investigación científica rigurosa y de calidad. Saber más de todo, y saberlo mejor, sin duda es importante. Pero hay algunas áreas y ciertos enfoques de relevancia especial al lidiar con problemas complejos, y son justamente los que nos fortalecen ante las dos grandes dificultades: los sistemas interconectados y sus aspectos sociales.

Para lo primero necesitamos más expertos generalistas, y para lo segundo podemos tratar de desarrollar el conocimiento más específico sobre la forma en que funcionamos las personas. Vamos a estos dos ejes, que son muy distintos y tienen sus propios desafíos. 

 

Expertos

 

Un rompecabezas no está hecho solo de piezas, sino también de relaciones entre ellas. Los problemas complejos presentan, en un sentido, la misma lógica: datos locales, nexos entre ellos y también alguna forma de estructura global. Pero la relación no es jerárquica: para entender el vínculo entre piezas hay que entender las piezas; para determinar dónde va una hay que ver todo el rompecabezas; para ver el rompecabezas hay que mirar las piezas. El rompecabezas es una propiedad emergente de las piezas.

Somos buenos resolviendo problemas domesticados porque requieren saberes específicos. Nuestra educación se enfoca en formar excelentes expertos especialistas en profundidad en su área. Esto siempre será necesario: en el rompecabezas de los problemas salvajes que seguiremos enfrentando, también necesitamos especialistas que dominen su campo, expertos que entiendan su pieza del rompecabezas como ningún otro, que vean las sutilezas de las formas y los colores. Pero no podemos abordar bien la complejidad si no desarrollamos además un buen pensamiento de sistemas, y todavía no somos tan buenos educando en esa mirada.

Necesitamos, entonces, más expertos generalistas que puedan construir los puentes entre las distintas disciplinas, que sepan ver el bosque de manera general, informada, completa. Que puedan apoyarse en los especialistas que conocen bien sus propios árboles y que al menos puedan esbozar los bordes del conocimiento, identificando qué se sabe con seguridad, qué de manera parcial, qué se ignora y quiénes son los que saben.

 

Son los generalistas los que pueden alejar un poco la mirada y ver las relaciones, la emergencia, conectar distintas piezas.

Las distintas ciencias, decía el filósofo Karl Popper, son divisiones administrativas, no epistemológicas: somos estudiantes de problemas, y cuando los problemas cambian debemos modificar nuestra manera de encararlos. Hace doscientos años la biología estaba claramente separada de la física o la química, pero desde entonces se desarrollaron áreas interesantísimas que existen en las intersecciones, como la neurociencia o la biología molecular, y fueron surgiendo otras convergencias, como la que vemos en la actualidad entre psicología cognitiva, neurociencias y economía.

Con más competencia —en sus dos sentidos: ser idóneos y competir— profesional tendremos en conjunto mayor probabilidad de alcanzar conocimiento profundo, de entender mejor la complejidad de los problemas, de imaginar soluciones superadoras.

Entonces, para lidiar con sistemas complejos, hacen falta especialistas que logren mayor profundidad en un mismo eje y generalistas que ayuden a construir y transitar los puentes entre distintos ejes, de manera transversal, para poder ver la red, el sistema. Y, en todos, es indispensable la habilidad de conectarse con los demás, de comunicar, de entender que somos parte de una trama compleja y extensa.

 

Personas reales

 

Por otro lado, los aspectos sociales de los problemas salvajes requieren que desarrollemos una mirada centrada en las personas, no solo porque somos las protagonistas, sino también porque muchas veces somos parte integral del problema y necesitamos que las soluciones propuestas sean efectivas. Queremos tomar decisiones informadas por la mejor evidencia disponible, pero, aun con evidencia completa, correcta y consenso científico, si no incluimos aspectos de nuestra forma de ser, esas decisiones van a fracasar. Por eso es tan relevante entender bien cómo funcionamos y de qué manera podemos ayudarnos a responder lo mejor posible.

No somos seres puros y perfectos. Si la teoría económica empezó en el siglo XX afirmando que éramos seres racionales, ya nos bajaron del pedestal: esa racionalidad está acotada por lo que sabemos, nuestra capacidad de procesamiento y el tiempo limitado con que contamos para tomar decisiones, y también tenemos sesgos, mecanismos profundos que nos inclinan a decidir mal aun con información perfecta. Son malas noticias. Pero también hay buenas: entendimos que somos así y que podemos hacer algo al respecto.

Es como descubrir que somos petisos y no llegamos al estante superior. Tenemos varias opciones: resignarnos a no alcanzar lo que está allí, creer que nos crecerán alas (y después quejarnos de las conspiraciones que lo impiden y nos mantienen pegados al suelo), imaginar un mundo primordial donde no había estantes y éramos felices, o inventar la escalera.

La invención de escaleras es poco romántica, poco heroica. No inspira novelas ni películas, pero es infinitamente más útil y satisfactoria. Ya inventamos algunas escaleras; por ejemplo, para una mirada centrada en las personas, tenemos las ciencias del comportamiento y el pensamiento de diseño, disciplinas que estudian cómo nos comportamos los seres humanos reales. No somos totalmente racionales, pero eso no significa que seamos impredecibles: cada uno de nosotros puede pensar y actuar de manera inesperada, pero cuando nos analizamos en conjunto, en un nivel de complejidad más alto, podemos, por un lado, predecir lo que haremos como grupo y, por otro, entender qué tipos de errores solemos cometer y cómo ayudarnos a volverlos menos frecuentes. Si aprendemos más sobre esto y logramos incorporarlo a los modelos y decisiones, nos irá mejor.

Los humanos no somos buenos decidiendo, y nuestro comportamiento puede cambiar de modo extremo incluso ante cuestiones mínimas, como el orden de las opciones en un formulario. Solo con presentar de manera apenas distinta las opciones a seleccionar es posible conseguir que un grupo de personas prefiera una a otras. Esto es algo que tienen presente los comerciantes cuando ubican a la altura de los ojos, en los estantes de un kiosco o en un supermercado, lo que quieren vender prioritariamente. Si las personas fuéramos racionales por completo, nuestra elección de un producto no cambiaría según el lugar donde estuviera expuesto. Sin embargo, las investigaciones muestran con claridad que esto no es así. Este tipo de pequeñas intervenciones no prohíbe ni obliga, porque quien realmente desee una de las opciones puede ejercerla, y sin costo o dificultad adicionales. Pero, en un nivel general, la forma de presentar esas alternativas puede hacer que se prefiera una en particular. Los investigadores Cass Sunstein y Richard Thaler llamaron a estas pequeñas modificaciones nudges o “empujoncitos” [47]. Las ciencias del comportamiento investigan este tipo de cuestiones y muchas, muchísimas más. 

El pensamiento de diseño (design thinking) puede permitirnos mejorar la generación de ideas, los procesos de toma de decisiones, los acuerdos entre las distintas partes interesadas y la eficiencia de los sistemas. Incorpora nociones de las ciencias del comportamiento y las vincula con muchas otras áreas, siempre con el foco puesto en qué hacemos las personas reales, no las ideales.

La idea de diseñar (formularios, procesos, políticas públicas, espacios físicos, interacciones) con una mirada centrada en las personas no es una expresión liviana y superficial, ni se refiere a hacer lo que creemos que las personas quieren. Para que funcione, es esencial llevarla adelante de manera rigurosa y cuidada, sea a través del diseño, las ciencias del comportamiento o alguna otra disciplina o combinación de ellas, y si la realidad contradice nuestras suposiciones o nuestros prejuicios, estar siempre listos a aceptar que nos equivocamos y aprender.

 

Educación

 

Si coincidimos en nuestra necesidad de desarrollar la herramienta de saber más y mejor, y de contar en particular con ciertas disciplinas y expertos capaces de abordar la complejidad de los problemas, es inevitable que pensemos en la educación. El saber no debería estar concentrado exclusivamente en los expertos. Muchos de nosotros no somos expertos en nada y algunos lo somos solo en un puñado de áreas bien específicas. Pero aun si no tenemos la habilidad para jugar bien todos los juegos, sin duda podemos aprender, al menos a grandes rasgos, cómo se juega cada uno, de qué va, cómo se mueven las piezas, cómo distinguir a un jugador excepcional de uno apenas bueno o de alguien que todavía está perdido en la cancha. Solo algunos de nosotros somos científicos, pero todos podemos aprender cómo funciona la ciencia. Solo algunos somos políticos, pero todos podemos aprender cómo funciona la política. Solo algunos somos educadores, pero todos podemos aprender cómo funciona la educación. Y así es en general. No hace falta que nos entrenemos para jugar en primera, pero si ni siquiera conocemos las reglas del juego perderemos cualquier posibilidad de apreciar la habilidad de los otros, evaluar cómo nos está yendo o aun conocer el resultado del partido, que no deja de jugarse porque nosotros no entendamos: se juega igual, pero nos quedamos afuera.

Necesitamos acceso al conocimiento, por eso es relevante contar con educación de calidad y ser capaces de sacarle provecho.

Lograr una educación diversa, accesible a todos y que abra puertas es uno de esos eternos problemas salvajes que nunca logramos terminar de resolver.

Aunque hay avances, necesitamos más y mejor educación en todos los niveles. Es un insumo muy valioso para lograr una preparación óptima: no alcanza para resolver todo, pero sin ella no vamos a ninguna parte.

 

Que se use

 

Supongamos que pulimos la herramienta saber y logramos saber cada vez más. Para que eso provoque algún efecto concreto en nuestros problemas salvajes, hace falta algo: que ese conocimiento efectivamente se use; que funcione, por ejemplo, como insumo para la toma de decisiones informadas por la evidencia. Otra vez la cuestión de la última milla, de llegar a destino, porque cualquier lugar intermedio en el que nos quedemos es, en cierta forma, la misma manera de fracasar. 

La incorporación de la evidencia a la toma de decisiones no está todavía muy desarrollada en muchos de nuestros países. Sabemos poco, pero sin duda es mucho más que lo que logramos hacer llegar a nuestros decisores. El camino de transformar el conocimiento en un insumo de las decisiones es, hoy por hoy, y en el mejor de los casos, una calle de tierra, y hay que pavimentar. Respecto de los gobiernos, en algunos de nuestros países desarrollamos en las últimas décadas varios modelos de asesoramiento científico para el Poder Ejecutivo o el Legislativo. Estas iniciativas, entre las que se destaca la Oficina Parlamentaria de Ciencia y Tecnología (POST, por sus siglas en inglés) del Reino Unido, trabajan en tender puentes entre la investigación y la política pública. Nuestros países que recién comienzan a recorrer este camino pueden beneficiarse al estudiar y aprender de las experiencias de los demás.

Durante la pandemia, en algunos países pudimos integrar mejor que en otros la información científica a la toma de decisiones. Pero todos tenemos la posibilidad de hacerlo mejor la próxima vez, y para eso es necesario que empecemos a trabajar al respecto, con determinación, lo antes posible.

 

2. Medir

 

La anterior constituye una herramienta valiosa siempre, pero es relevante sobre todo para las primeras dos etapas del ciclo —definir problema y solución—, que están más vinculadas al pensar, al mundo de las ideas. Es una linterna que nos ayuda a iluminar cavernas desconocidas para tratar de destruir las Hidras presentes y futuras. Pero luego pasamos al hacer, al mundo de la realidad, con el fin de implementar y evaluar. Es entonces cuando necesitamos entender qué está pasando en esa realidad, no en el papel. Para eso precisamos datos, que se obtienen midiendo. Por eso, nuestra segunda herramienta a desarrollar, nuestra segunda linterna, es medir. 

Medir no es el acto caprichoso de tomar datos de cualquier cosa, sino una combinación entre lo realmente medible y lo que importa que sea medido. La imagen popular es que los científicos somos obsesivos de los datos y de la precisión. Es una noción incorrecta: uno de los primeros trabajos de cualquier científico es definir qué datos necesita y cuánta precisión deben tener, y no perder un minuto ni gastar un centavo en medir más allá de eso. Cualquier adicional agrega costo innecesario. Medimos con un propósito claro, para entender mejor y para que los datos obtenidos puedan informar lo que hacemos en estos contextos complejos.

Junto con medir más y mejor, es importante considerar el tiempo que nos lleva realizar esto.

Debido a los efectos inesperados que suelen tener los problemas salvajes, debemos lograr que nuestros datos lleguen lo más pronto posible. Si no, es como contar con una linterna que solo ilumina el pasado.

Por eso es importante que los datos puedan decirnos cómo estamos hoy, no cómo estábamos hace un año. Medir y realizar los análisis correspondientes con mayor rapidez nos ayuda a lidiar con la complejidad. 

En cierta manera, la ciencia es dos cosas a la vez: por un lado, un cuerpo de conocimientos, que podemos considerar el producto de la ciencia y, por el otro, un conjunto de métodos para desarrollar esos conocimientos, el proceso de la ciencia. La herramienta saber apunta al producto, mientras que medir es parte de ese proceso.

Sabemos cómo medir y sabemos hacerlo bien. Lo que no tenemos tan desarrollado en muchos países es una buena infraestructura que permita obtener datos de alta calidad y analizarlos con rapidez, con sistemas de reportes auditables y que posea legitimidad entre las partes interesadas. No se trata de un inconveniente exclusivamente metodológico. En algunos países necesitamos un cambio cultural fuerte para lograr esta transformación, mientras que en otros, como Reino Unido, Nueva Zelanda o Corea del Sur, estamos más adelante (lo bueno es que podemos tomar lo que otros hicieron, adaptarlo y aprender). Un aspecto en el que podemos mejorar es permitir el acceso público a aquello que medimos; de ese modo, más gente podría participar del análisis y obtener resultados, por eso de que “cuatro ojos ven más que dos”, pero también porque publicar los datos transparenta el proceso y genera confianza, lo que después influye de manera positiva en el debate.

Medir es nuestra segunda linterna, y resulta de utilidad en todas las etapas del ciclo. En particular, nos ubica mejor para entender cómo se están implementando las decisiones y para evaluar lo ocurrido. Saberlo más rápido permite realizar ajustes y, de ser necesario, corregir el rumbo en vez de seguir casi a ciegas [48].

3. Ser adaptables 

Iteraciones

 

Saber es útil especialmente para definir el problema y una solución. Medir es indispensable para entender la situación, monitorear las soluciones que se están implementando y evaluar el impacto de lo hecho. Pero ya sabemos que los problemas salvajes no se solucionan del todo. En el mejor de los casos se manejan, se controlan: la cabeza de la Hidra está enterrada, pero es inmortal.

En estos contextos complejos, inestables y de alta incertidumbre debemos actuar sin saber mucho, de manera que tenemos que repetir el ciclo de definir problema y solución, implementar y evaluar, aprendiendo sobre la marcha y ajustando lo que haga falta. Es decir, iterar. El proceso que aborda los problemas salvajes consiste en secuencias de hacer - medir - aprender - iterar.

Hay una tensión permanente entre esperar para saber más y actuar con la mejor evidencia disponible, aunque sea poca. Si por la urgencia o la oportunidad tenemos que actuar antes de saber suficiente, con escasa evidencia en el punto de partida, entonces midamos durante el proceso, así podremos ir produciendo evidencias que serán insumos para la siguiente iteración.

Iterar sin aprender es inútil, es meramente repetir lo mismo como un disco rayado. Logremos o no lo que nos propusimos, podremos usarlo para aprender qué hicimos bien, qué hicimos mal, dónde hay espacio para mejoras. Con ese aprendizaje sabremos si tenemos que corregir el rumbo o si nos conviene escalar las soluciones para que logren más alcance, repitiendo el proceso con la mayor velocidad posible, sumando nuevo conocimiento que pudo haberse originado mientras tanto e incorporando perspectivas que pudimos haber pasado por alto.

Hacerlo bien y, sobre todo, con rapidez, “en tiempo real” o lo más cerca posible, es esencial en contextos de alta incertidumbre y complejidad. Para lograr un buen aprendizaje y una rápida iteración necesitamos ser capaces de adaptarnos.

Nuestra tercera herramienta es, entonces, ser adaptables, tener la facultad de cambiar, con un propósito, en respuesta a lo que está pasando. ¿Cómo podemos lograrlo? Con una combinación de agilidad y flexibilidad.

Agilidad y flexibilidad

 

Un boxeador es ágil, mientras que un yogui es flexible. Ambas cualidades son muy distintas. La agilidad es la velocidad para entender lo que pasa y reaccionar, aprender e iterar. Por su parte, la flexibilidad representa cuánto podemos cambiar de rumbo, y está acotada por dos extremos: la ausencia de cambio, que puede ocurrir si nos paralizamos, y una variación tan extrema que produce una fractura. Ser flexibles es algo intermedio: podemos realizar modificaciones sin detenernos ni rompernos.

Adaptarnos al contexto requiere que seamos a la vez ágiles y flexibles. Si no logramos cambiar de rumbo con rapidez, estaremos condenados, como Sísifo, a efectuar siempre la misma tarea, quizá tan dura como inútil.

El futuro no va a ser como el pasado. Pero podemos aprender del pasado, encontrar los patrones de nuestros errores y corregirlos.

No sabemos qué tipo de cosas concretas necesitaremos en la próxima catástrofe, pero sí que debemos tener la capacidad de derivar recursos para prepararlas y distribuirlas con rapidez cuando descubramos de qué se trata. Ser más adaptables es aprender la relevancia de mejorar nuestros procesos. También es importante que seamos capaces de abandonarlo que estamos haciendo si aprendemos que existe algo mejor. Hay algo muy difícil, pero a la vez enormemente satisfactorio: enamorarnos del destino de nuestro viaje y no del camino que recorrimos hasta ahora. En estos casos, todo es provisorio y mutable, no por capricho, sino a causa de lo que vamos aprendiendo sobre la marcha.

Nuestros tomadores de decisiones deben tener la capacidad de adaptarse, y nosotros también. De nada sirve que ellos cambien recomendaciones porque aprendieron en una iteración si después nosotros no logramos adaptarnos. Hoy en muchas de nuestras sociedades penalizamos a los líderes que “dan volantazos”, en vez de valorar el aprendizaje. Si lo que están haciendo es corregir un rumbo equivocado, nosotros como ciudadanos deberíamos ser capaces de darles crédito.

Por último, aunque en los problemas complejos es importante ser adaptables, no debemos perder el rumbo durante ese proceso. Tenemos un propósito, por lo que cierta dosis de firmeza es muy valiosa, dado que es necesario mantener el curso general en medio de la tormenta, comprometernos a un largo plazo que trascienda la coyuntura y cada crisis. Como un árbol, que tiene tronco fuerte pero se adapta al contexto: sus raíces esquivan las rocas y buscan el agua, mientras las ramas crecen buscando la luz. La forma del árbol cambia según el clima o el terreno donde le toque crecer, pero su estructura y su función permanecen más o menos invariables. Sus descendientes no son una fotocopia: heredan el plan general de la forma y también la capacidad de adaptarse. En un mundo cambiante, le va mejor a aquel que más fácilmente se amolda a la nueva situación. 

Tenemos hasta aquí tres de las siete herramientas: saber, medir, ser adaptables. Pero, como dos caras de la misma moneda, además de adaptarnos, necesitamos ser resilientes.

 

4. Tener resiliencia

 

Con los problemas salvajes es inexorable que cometamos errores, así que necesitamos desarrollar y pulir la capacidad de absorber los golpes inevitables, incluso de anticiparlos siempre que podamos, para soportarlos mejor. Esto es tener resiliencia, y es nuestra cuarta herramienta. En algunas ciencias la llamamos “capacidad buffer”: el cambio se amortigua.

Una posible manera de desarrollar resiliencia es tener muy claro nuestro propósito y planificar en función de él. ¿Pero cómo hacer planes en contextos complejos e inciertos?

El general Dwight Eisenhower dijo que su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial le había enseñado que “los planes no valen nada, pero la planificación lo es todo” [49]. Parece contradictorio, pero no lo es. Una vez un chico le preguntó al trompetista Wynton Marsalis cómo podía un artista de jazz improvisar en grupo, tocar con otros música completamente nueva y no planeada. Marsalis le contestó que improvisar es como hablar: uno sabe el idioma, conoce —de manera implícita o explícita— las reglas de la gramática y las otras reglas, las sociales, que rigen la conversación, y así puede mantener un diálogo íntegramente nuevo e improvisado con cualquier desconocido. En algún sentido, aprender el idioma nos prepara para cualquier conversación, mientras que aprender media docena de frases hechas o seguir de manera rígida un plan, ignorando lo que pasa a nuestro alrededor, es la peor manera de lidiar con una complejidad dinámica. Tener un plan general, capaz de informarse por las evidencias en tiempo real, haber aprendido un lenguaje adaptable y resiliente antes de la crisis, es un superpoder. 

Hay otra manera de decir esto y es con la expresión “planifico, luego improviso” [50]. Es como fabricar piezas de Lego antes de saber si queremos construir un castillo o un puente: aprender lo básico, formas de combinarlo con otras cosas, aprender a pensar en distintos escenarios posibles y en cómo responder, someter todo eso a la crítica intensa de los demás, tomar decisiones, implementarlas, ver si lo que hicimos sirvió o no, corregir. Hay que programar sin dejar de dar espacio para los volantazos si fueran necesarios. Planifiquemos con el mismo criterio con el que se diseñan edificios antisísmicos: no con la esperanza ciega de que no habrá sacudones, sino con el foco puesto en que, cuando estos lleguen, los edificios puedan resistir sin romperse, que sean resilientes y adaptables a la vez. Así lograremos abordar de manera proactiva el largo plazo, ir más allá de ser puramente reactivos a corto plazo. Para que esto sea así, debemos diseñarlo.

Con las habilidades de saber y medir, podemos comprender qué estamos haciendo (y por qué) y dónde nos encontramos situados en cada momento. Cuando a esto le incorporamos ser adaptables y tener resiliencia, también estamos en condiciones de recuperarnos de los golpes con rapidez, aprender y seguir adelante. Sin embargo, si bien todo esto es necesario, no es suficiente. Somos animales sociales, todos distintos y con la necesidad de alcanzar ciertos acuerdos para poder avanzar. Si queremos entender nuestras diferencias y hacer algo al respecto, hace falta que nos comuniquemos. Vamos entonces a nuestra quinta herramienta.

5. Comunicar

 

Como el sentido del humor o el buen gusto, la capacidad de comunicarnos es algo que todos creemos poseer. No parece difícil. En definitiva, hablamos el mismo idioma y, si no es así, podemos traducir. También tenemos más o menos el mismo rango de percepción del mundo, más o menos las mismas capacidades cognitivas. Pero no es tan sencillo.

Comunicarnos es mucho más que decir lo que pensamos o lo que nos parece que hay que hacer. Mucho más que solo escuchar lo que otros dicen. En cualquier sociedad humana, es una de las herramientas más menospreciadas y más esenciales. Una buena comunicación nos permite tender puentes, y fortalecer vínculos entre nosotros basados en un conocimiento más profundo de quiénes somos y qué pensamos, y en el respeto de considerarnos interlocutores válidos, aun si nuestras diferencias nos ubican en veredas distintas.

La creatividad surge en cada individuo, pero cuando muchas mentes distintas trabajan sobre un mismo problema aparecen propiedades emergentes que son más que la suma de las partes, ideas a las que nunca podríamos haber llegado solos.

Si no nos comunicamos de manera adecuada, no podemos lograr consensos o llevar adelante proyectos. 

La capacidad de comunicar es, entonces, nuestra quinta herramienta, la quinta linterna que nos va a permitir ver mejor en la caverna compleja que nos toque. 

En particular, favorece nuestro desempeño en contextos de problemas salvajes, sobre todo en su eje social. Comunicamos para intercambiar puntos de vista y definir rumbos, para entender y conocer mejor a los demás, para llamar la atención sobre lo que nos preocupa, para persuadir, explicar, lograr apoyo, tranquilizar o promover acciones con el fin de que sean implementadas. Los diferentes grupos interesados, involucrados en aspectos del problema y de las soluciones que se llevan adelante, necesitamos expresar de modo adecuado nuestras perspectivas y buscar consensos. Por su parte, los decisores deben considerar y balancear las tensiones sociales y, al resolver algo, comunicarlo de manera que ayude a que sea comprendido y aceptado.

La complejidad de los problemas salvajes es difícil de entender y, por lo tanto, también de contar, en especial si solo se apela a un relato lineal.

Pero es imposible darle sentido si no logramos comunicar bien qué se sabe y qué no, cuál es la incertidumbre, el riesgo de hacer algo y las tensiones presentes en todos los ejes.

A fines de 2020, cuando llegaban las primeras vacunas contra el covid-19, la OMS dijo: “Una comunicación coherente, transparente, empática y dinámica sobre la incertidumbre, los riesgos y la disponibilidad de la vacuna contribuirá a crear confianza” [51]. Hace falta que expresemos con transparencia y claridad que existe incertidumbre, porque eso nos va a ayudar a ser flexibles y a aprender sobre la marcha, a medida que vamos desarrollando más conocimiento y los consensos científicos se fortalecen. También va a reforzar la confianza que despertemos en los demás y a dotarlos de las herramientas para que tomen sus decisiones.

A veces, advertimos que la comunicación falla. Decimos algo que termina siendo distorsionado o manipulado por otros. En general, creemos que el problema siempre está en esos otros. Sospechemos de esa asimetría.

Fracturas

 

En situaciones de crisis con alta incertidumbre, solemos buscar falsas certezas encerrándonos aún más en nosotros y en los grupos que formamos con personas que piensan de modo similar al nuestro. No se trata necesariamente de agrupamientos “reales”, pero sí de grupos de pertenencia, con sus propios referentes, voceros o líderes. A veces incluso con su propio idioma privado. Cuando aparece algo nuevo, confiamos en los expertos de “nuestro lado”. Durante la pandemia, varias decisiones gubernamentales de política pública provocaron mucha polarización: a favor o en contra de usar barbijos, de las vacunas, de la cuarentena, de suspender la presencialidad escolar. Pero, si nos rodeamos exclusivamente de personas que piensan como nosotros, se vuelve muy difícil incorporar información que contradiga aquello que pensamos o advertir nuestros propios errores. A veces, terminamos apoyando o repudiando políticas no por sus méritos, sino según quiénes las proponen o apoyan. Una receta para el desastre.

Aprender e iterar requiere que podamos realizar las cosas sin sentir que son parte de nosotros. Si la política que implementamos se corresponde con nuestra identidad, no podremos aprender sin reconocer nuestro fracaso. No implementamos algo, somos ese algo, y cualquier contradicción es un ataque, no a aquello que hicimos, sino a quienes somos. Y el error radica precisamente en pensar que éxito y fracaso son importantes. En el contexto de un problema salvaje, no lo son. Iterar supone admitir que no sabemos todo de entrada. La verdadera fortaleza no viene de cerrar los ojos y decirnos que no hay monstruos debajo de la cama, sino de admitir nuestra fragilidad y trabajar sin pausa para mejorar. Muchos de los errores pandémicos se debieron a esta fragmentación, a la tendencia a volvernos una tribu con aquellos que piensan exactamente como nosotros y excluir, como enemigos, a los que no piensan igual. 

Una de las razones de la complejidad de los sistemas multidimensionales y dinámicos son las retroalimentaciones: cambiamos algo en A, el resultado causa alteraciones en B y esto, a su vez, provoca una variación en C, que modifica otra cosa en A. Curiosa o lamentablemente, la fragmentación en nuestras sociedades durante la pandemia también fue causa y consecuencia de sí misma. La pandemia nos dividió todavía más. Al fragmentarnos excluimos las noticias y los datos que provenían de personas o medios de comunicación que no considerábamos confiables porque no eran de “los nuestros”, o que contradecían lo que pensábamos. Eso nos volvió refractarios a la información disponible, y cada vez hablamos más entre los parecidos y menos con los distintos. Esto puede haber provocado una retroalimentación positiva, un vórtex de destrucción del cual cada vez era más difícil salir.

La alta fragmentación no es inocua: provoca que nuestras posturas no se decidan mediante un análisis racional, sino por el solo hecho de pertenecer a un grupo, a veces sin consideración alguna de la realidad.

Afecta muchas cosas, desde la forma en que entendemos el mundo hasta cómo interactuamos en y con él; dificulta el diálogo, la convivencia política y la toma de decisiones informadas por la evidencia. ¿Cómo podemos contrarrestar los efectos de estas fracturas? ¿Cómo hacemos para comunicarnos cuando estamos tan fragmentados que no vemos ningún acercamiento posible? 

Diversidad, pluralismo, escucha

 

El 17 de diciembre de 1903, Wilbur y Orville Wright lograron hacer volar un avión por primera vez en la historia. El 13 de septiembre de 1959, la sonda Luna 2, enviada por la Unión Soviética, fue el primer objeto fabricado por seres humanos que llegó a la Luna. En el período de una vida humana normal pasamos de no tener aviones a atravesar el espacio extraterrestre hasta nuestro satélite natural. Nuestro mundo material cambia a toda velocidad, pero nosotros, como individuos y como sociedades, lo hacemos con mucha lentitud. Seguimos pensando que la Luna es inalcanzable aun después de haber llegado a ella. Continuamos definiendo nuestras posiciones políticas en términos de la ubicación en el recinto que eligieron unos señores franceses en 1789.

En el fondo, somos monos que hace cuatro millones de años empezamos a caminar en dos piernas, y hace apenas diez mil inventamos la agricultura. Evolucionamos para un mundo, pero vivimos en otro, distinto, complejo, hecho en gran parte por nosotros mismos.

Somos, al mismo tiempo, conservadores y limitados: apegados a nuestra historia individual y colectiva, seleccionados para el mundo que fue, no para el que es ni para el que será. Podremos mejorar procesos, pero tarde o temprano caeremos en las mismas trampas de siempre: el aislamiento intelectual y emocional de estar sometidos a nuestros sesgos, o al pensamiento de grupo y el tribalismo, que nos fragmentan en agrupamientos cerrados sobre sí mismos y aislados de los demás. Vemos en retazos, “a través de un vidrio oscuro”, con anteojeras, a veces incluso distorsionando o seleccionando lo que tenemos frente a nosotros para poder ver exactamente eso que queremos.

Nuestras mentes solas, o junto a otras muy similares, se resisten a superar esta condición por varios motivos. Primero, porque es muy incómodo pensar que quizás estemos equivocados, es perturbador que desafíen ideas y pensamientos que hemos encarnado y asumido. Cuando nos contradicen, sentimos que están atacándonos. Segundo, porque no es fácil encontrar el valor de superar esa incomodidad para tratar de pensar con otros, de salir de nuestra cáscara, de buscar otras miradas, aunque más no sea para volver a la nuestra con más certezas y energía.

Nuestra manera de tratar de superar las limitaciones es cooperar, y, así como consumimos alimentos producidos por otros, también podemos acceder a los pensamientos que producen los demás. Pero esos “demás” no deberían ser fotocopias de nosotros que produzcan la ilusión de que todos pensamos igual. Eso fortalece la idea, confortable y quizás equivocada, de que tenemos razón.

Existe un peligro muy serio en la endogamia ideológica, porque la complejidad se entiende mejor observándola desde todas las perspectivas posibles a la vez.

Aun si no podemos verla así, necesitamos saber que la nuestra es una perspectiva particular, y que hay otras, sin dejar de creer que eso que estamos viendo es la misma cosa. Una vez más, los ciegos tratando de entender un elefante.

Entonces, como base sobre la cual construir, hace falta diversidad de pensamiento. Somos un nosotros, pero eso no es una sábana que nos cubre y nos vuelve una masa homogénea. La variedad interna debe ser explícita y cuidada, protegida, regada como una planta. Incluso, muchas veces, nos conviene buscarla intencionalmente.

La diversidad de pensamiento es necesaria, pero no suficiente. Debemos poder ejercerla. Para eso hace falta otra capa: el pluralismo, es decir, que podamos manifestar lo que pensamos, en particular el disenso. El pluralismo funciona como un reservorio de ideas y puntos de vista que jamás se nos ocurrirían si no nos expusiéramos a lo que piensan personas diferentes de nosotros. Así como las especies evolucionamos gracias al mecanismo de la selección natural, que se apoya en la diversidad genética —que es un campo de prueba y error extendido a lo largo de millones de años—, el pluralismo nos permite contar con un “campo de pruebas de ideas”, y eso no puede sino sumar. No es una cuestión de derechos más o menos abstractos, sino algo bien pragmático. La consecuencia más grave, por ejemplo, de haber discriminado a las mujeres en ciencia durante siglos no es la injusticia que se cometió hacia quienes fueron relegadas. El delito contra la humanidad es habernos privado de la mitad de las mentes más brillantes, como si sobraran. Pudimos haber tenido otra Einstein, otra Newton, otra Darwin, y las dejamos pasar. Ellas perdieron mucho, pero todos perdimos mucho más. 

Cuando lo vemos de esta manera, también es más fácil que estemos predispuestos a escuchar: sin escucha no importa cuánto se manifiesten esas ideas, porque no lograremos incorporarlas.

Que haya pluralismo y escucha también es necesario, pero no suficiente. Falta una capa más: tener la capacidad de mantener conversaciones difíciles con esas personas que no piensan como nosotros. Le tememos al desacuerdo, pero es excelente. De hecho, es el único modo de testear ideas complejas, saliendo del aislamiento intelectual. Vamos a eso.

Conversaciones colaborativas

 

Ninguno de nosotros, en soledad, sabe o puede todo. Necesitamos colaborar y, para eso, poder conversar de manera profunda, sincera, aun incómoda y dolorosa si fuera necesario. Una conversación no es hablarle a alguien. Es hablar con alguien. Y eso requiere estar dispuestos a escuchar, a entender otros puntos de vista, a responder en función de aquello que escuchamos. Para hablar con alguien, es central conocerlo: ¿quién es?, ¿qué le importa o lo motiva?, ¿qué necesita de nosotros? Sobre esa base podemos ajustar nuestra comunicación, viendo cómo volver más relevante lo que queremos compartir, de qué manera podría resonar en sus intereses y desde sus puntos de vista. La comunicación es más efectiva cuanto más la adaptamos a los interlocutores.

En comunicación no hay “talle único”, todo requiere ajustes. Nuestras conversaciones difíciles, las que pueden surgir en un marco de pluralismo genuino y capacidad de escucha, van a requerir las mejores herramientas de las que podamos disponer.

Estas conversaciones difíciles no solo son indispensables para lograr consensos genuinos y definir acciones, sino también un cimiento poderoso para la vida democrática. Lograr un consenso no necesariamente significa hacer a un lado nuestras diferencias y ponernos de acuerdo. Eso es muy difícil, sobre todo en nuestras sociedades polarizadas, donde las distintas partes interesadas tenemos demandas cada vez más fragmentadas. Incluso cuando logramos consensos, a veces son muy frágiles. Para que sean más resistentes necesitaremos que incluyan el disenso interno; que esas ideas diferentes no estén anuladas entre sí, sino que sean incorporadas a la toma de decisiones. Es así, además, como tendremos más chances de ejecutar esa decisión sin que encuentre (tantas) trabas en el camino. Sin eso, no hay compromiso posible a largo plazo, y la complejidad de los problemas requiere determinación de largo aliento.

No es fácil conversar de esta manera. Pero, salvo que estemos dispuestos a eliminar del mapa a los grupos de personas que opinan distinto a nosotros —lo que también implica que podemos ser eliminados del mapa por los demás, ya que siempre somos “los otros” de esos otros—, necesitaremos coexistir con ellos y definir rumbos comunes porque tenemos problemas comunes. Conocernos y reconocernos es una manera de combatir la fragmentación, no volviéndonos todos iguales, sino manteniéndonos unidos en una trama que sigue habilitando nuestras diferencias. La idea es desplazar la discusión de los términos de una hinchada de fútbol, porque no se trata de nosotros contra ellos, sino de nosotros y ellos. Incluso más adelante es posible que descubramos que nosotros y ellos son categorías indefinidas: el nosotros que nos incluye en una elección es distinto del de un partido de fútbol, que es diferente del nosotros en un debate sobre ciencia: son dinámicos, cambiantes. La incertidumbre requiere que entendamos que no hay una posición de consenso, al menos al principio, pero que es relevante esforzarse para lograrla.

Estas son capacidades que podemos adquirir y pulir, practicar y enseñar. No se trata de algo con lo que se nace. También podemos diseñar sistemas que propicien este tipo de intercambios.

Están presentadas ya varias linternas: saber, medir, ser adaptables, tener resiliencia, comunicar. Nos quedan dos para completar el kit: colaborar y ser transparentes.

 


 

6. Colaborar

 

La herramienta que acabamos de desarrollar facilita que las personas podamos colaborar. Pero la colaboración no es solo entre individuos. La pandemia nos mostró la importancia de la cooperación entre distintos países. No somos autosuficientes, ninguna unidad sabe, tiene o puede todo. Necesitamos redes para compartir con otros lo que tenemos y para recibir de ellos lo que tienen para ofrecer.

En este mundo global, las crisis complejas se propagan, pero también los recursos y los aprendizajes. Los problemas globales requieren abordajes globales.

Colaborar más y mejor debe ser nuestra sexta herramienta para abordar estos problemas salvajes, inciertos y globales. Colaborando podemos aprender, enseñar, compartir, mejorar nuestras ideas y coordinar acciones. Así como los equipos saben y pueden hacer más que la suma de los individuos que los componen (de nuevo, tienen propiedades emergentes), una cooperación global puede ver y lograr más que cada uno de los países que participan.

La colaboración no es algo decorativo o bienintencionado, no es un ataque de hippismo, sino una actitud pragmática e indispensable: existen problemas colectivos y vamos a necesitar conectarnos para abordarlos. En contextos de complejidad, en el marco de los problemas sociales que involucran múltiples partes interesadas, la colaboración permite un poco de negociación, buscando un óptimo local. Tenemos que diseñar mecanismos para cooperar de manera efectiva, y una vez que pase la urgencia deberemos protegerlos, porque si los diferentes grupos poseen valores y perspectivas muy distintos, habrá tendencia a la fragmentación y la polarización, y este es un proceso que, librado a su curso, se retroalimenta positivamente y es cada vez más dificultoso reencauzar, a menos que la diferencia y la complejidad se incorporen como parte del proceso.

Como dije, el momento de crear estos sistemas que coordinen y faciliten la colaboración es entre las crisis y no durante ellas. La tendencia será a que estos sistemas se rompan, por lo que las redes de colaboración deben ser cuidadas y protegidas durante los tiempos tranquilos, para que estén disponibles cuando haya que responder a la situación crítica.

Competir

 

Si Usain Bolt y alguno de nosotros fuéramos las únicas dos personas corriendo carreras de cien metros, él sería, con seguridad, el campeón del mundo, pero resultaría muy improbable que pudiera volver a correr los cien metros llanos en 9,58 segundos, el tiempo (por ahora) más veloz de la historia. Salvo cuando se vuelve desleal, monopólica, intolerante o sangrienta, la competencia es tal solo si se la mira desde el punto de vista de los competidores. Desde el punto de vista del sistema, desde la sociedad que todos, no solo los competidores, integramos, es solamente otra forma de colaboración, porque ayuda a identificar a los mejores entre un conjunto amplio de opciones, y a transmitir sus prácticas a los demás.

La combinación de colaboración y competencia genera un ambiente innovador y desafiante.

 

En ciencia, esta combinación de competencia y colaboración es constante: cada investigador, cada laboratorio, cada instituto, intenta ser el número uno en lo que hace. Pero a la vez necesita comunicar sus logros, para afirmar su posición y obtener financiamiento. Eso permite que los demás busquen replicarlo o mejorarlo, o que aprendan de sus aciertos y errores. Encontrar problemas o equivocaciones en la investigación publicada —algo que de vez en cuando sucede—, si bien es perjudicial para el investigador (y ese es su incentivo para hacer las cosas lo mejor posible), beneficia a todo el sistema: los errores se identifican pronto, los aprendizajes se comparten, el conocimiento riguroso y de calidad se difunde entre todos. La investigación científica profesional es, así, altamente competitiva y también colaborativa. 

Al igual que los científicos, los países colaboran y también compiten entre sí. Compartir información, coordinar acciones, maximizar efectos a partir de recursos limitados, todo eso requiere este enfoque dual. Cada país o región puede adoptar políticas distintas, experimentar con modos diferentes de lidiar con la situación de crisis. Y es bueno para todos que así sea. En su libro Armas, gérmenes y acero, Jared Diamond cuenta una historia: la lucha entre dos facciones en la China imperial, que terminó con la victoria de una de ellas. Como la otra estaba asociada con las expediciones marítimas, su derrota provocó que China, un imperio centralizado, las abandonara en 1433. Años después, Cristóbal Colón intentó venderle su proyecto de navegar hacia las Indias por el oeste al duque de Anjou, luego al rey de Portugal, después a un par de poderosos duques españoles y, tras la negativa de todos ellos, a los reyes de España, quienes lo aceptaron. Si Europa hubiera estado unificada como lo estaba China, la expedición de Colón quizá nunca habría sucedido y la historia del mundo sería otra.

Necesitamos salir de la idea de juego de suma cero, en el cual uno gana y el otro pierde —como ocurre en el ajedrez—, ya que excluye la colaboración. Estamos en un juego de suma no-cero, en el que podemos ganar todos (y también perder todos).

Un juego de suma no-cero puede ser colaborativo: aprendemos de los otros lo que les haya salido mejor, enseñamos aquellas cosas en las que nos haya ido bien. La competencia permite poner sobre la mesa distintos puntos de vista, ideas, argumentos, valores, experimentos. Estos rivalizan entre sí, se pulen, se descartan. Lo bueno es que las preferencias de las distintas partes interesadas pueden ser incluidas de alguna manera, y así incorporamos el disenso dentro de los consensos. Lo malo es que hay más confrontación y, si el ambiente no es adecuado, se producen tribalismo, polarización y fragmentación. 

Para combatirlo es preciso incorporar un enfoque centrado en las personas, que nos permita pensar los incentivos de los participantes y ver cómo diseñar un ambiente colaborativo y competitivo al mismo tiempo.Todo se va conectando. Las diferentes herramientas presentadas hasta ahora van armando una trama en la que todas son útiles, pero ninguna alcanza por sí sola.

Las tensiones de los problemas salvajes, ante los que distintas partes interesadas tenemos diversos puntos de vista, intereses y prioridades, se suavizan cuando colaboramos. Además de que colaborar es valioso porque ayuda a que ganemos todos, también permite desarmar una de las falacias más peligrosas en la discusión pública: la que asocia lo urgente con el corto plazo y lo estratégico con el largo plazo. Muchos problemas urgentes requieren abordajes prolongados que debemos definir aquí y ahora, de manera impostergable, aunque contemos con información deficiente y modos de decisión viejos. Problemas salvajes permanentes, como mejorar la educación, reducir la pobreza o combatir la crisis climática, no pertenecen al futuro ni son de corto plazo: son estratégicos y a la vez urgentes.

Sumemos una herramienta más, la última de este kit: mayor transparencia en nuestros procesos. Vamos hacia allá.

 

7. Ser transparentes

 

La ciencia funciona para generar conocimiento no solo por sus métodos rigurosos basados en las evidencias, sino también por su aspecto social: el sistema científico trabaja como una comunidad que revisa sin pausa y con un escepticismo cuidado tanto el trabajo propio como el ajeno. Los grupos de investigación buscan crear conocimiento nuevo y relevante antes que los demás. Cuando lo consiguen, lo comunican al resto de la comunidad científica de manera muy transparente, por medio de publicaciones especializadas. No solo cuentan qué averiguaron, sino cómo lo hicieron. Dan toda la información necesaria para que otro grupo de investigación pueda repetir las observaciones o los experimentos, o encontrar fallas en el estudio. Y, no nos engañemos, los que trabajan en la misma área leen lo que se publica con la doble intención —explícita o no— de aprender y también de encontrarle la falla, de mostrar que no funciona y que la idea de los otros es peor que la propia. Lo bueno es que, si no logran detectar problemas, tienen motivos para adoptar la novedad con confianza. La transparencia permite que la comunidad de expertos del área audite el trabajo. No es que así nunca haya errores, pero hay muchos —muchísimos— menos que con otros métodos que se basan en aceptar algo porque lo dijo alguien.

Puede ser útil tomar prestados estos procedimientos de la ciencia profesional y aplicarlos a los problemas salvajes. Necesitamos gran cantidad de mentes que trabajen sobre ellos de manera colaborativa, y también los procesos más eficientes posibles, con alta capacidad de aprendizaje, adaptación a los contextos cambiantes y resiliencia. Todos, como sistema, nos beneficiamos si permitimos que lo que hacemos sea auditado por los demás. Por eso, nuestra séptima y última herramienta de esta selección es la transparencia. Si no solo permitimos sino también propiciamos que otros monitoreen y critiquen nuestras acciones, ganamos todos.

La transparencia nos presiona para que seamos más honestos en la toma de decisiones informadas por la evidencia: mostramos qué conocimientos sustentaron esas decisiones, los datos que vamos obteniendo, los aciertos, las equivocaciones, los aprendizajes.

Propiciar que todo el mundo acceda a este proceso contribuye, además, a que más mentes —y más diversas— se enfoquen en la búsqueda de las mejores soluciones posibles. Dejar anotadas y públicas las decisiones ayuda también a pelear contra nuestros sesgos, a no tentarnos a correr el arco después de haber pateado la pelota.

 

Confianza en las instituciones

 

Durante la última pandemia, algunas personas decidieron no seguir las recomendaciones que se habían dado. Esto fue interpretado como que lo hacían porque no confiaban en la ciencia. Si bien esto a veces es cierto, en general se trata más bien de una desconfianza hacia los científicos, las empresas, las instituciones o los gobiernos, y esa diferencia debe abordarse de manera específica. El escepticismo, las dudas y el rechazo a las reglas proviene en gran parte del recelo hacia estos actores. Esta aprensión puede tener bases ideológicas o de valores y, en ese caso, no hay mucho por hacer. Pero a veces surge debido a otros fenómenos que sí pueden ser mejorados, como la corrupción, la incapacidad de gestión o una mala comunicación. Por ejemplo, que las autoridades y los expertos simulen certeza y conocimiento pero no logren los resultados esperados provoca un cimbronazo que va más allá de esa decisión errada: si se equivocaron antes, ¿por qué no estarán equivocados ahora? La confianza en los decisores se nutre, en esencia, de dos aspectos: la transparencia, por un lado y, por el otro, que se hagan responsables de lo que deciden (esto último en inglés se llama accountability, que no tiene una traducción exacta en español).

Así como no corregimos nuestros propios exámenes, quienes tomaron las decisiones no pueden ser los mismos que evalúen si están haciendo bien o no las cosas. Esto se resuelve con un sistema de corrección externo e independiente (algo que también tiene el régimen científico cuando dispone que, para ser publicados, los manuscritos deben ser revisados y aprobados antes por otros expertos en el tema, por lo general anónimos). De lo contrario, podemos caer en el sesgo de “mis éxitos se deben a mi gran gestión” y “mis fracasos a la mala suerte, el mal contexto o la dificultad del asunto”. A modo de ejemplo, en el Reino Unido, uno de los cuerpos parlamentarios analizó lo que había hecho el gobierno durante la pandemia. Los representantes pertenecían a todos los partidos. El informe señaló varias irregularidades en el manejo inicial de la pandemia [52], pero también los aciertos de lo realizado (como la vacunación). La idea de este tipo de evaluación no es buscar culpables y pasar a otra cosa, sino aprender y mejorar para la iteración siguiente.

Tenemos derecho a saber qué intervenciones son exitosas y cuáles no, y si nuestros decisores consideran las evidencias. Como en otras situaciones mencionadas, si lo analizamos a pequeña escala, esto puede ser un problema para un gobierno particular, pero si subimos un nivel, comprobamos que para el sistema completo es una ventaja. Si no, ¿cómo dejaríamos de repetir los mismos errores y aprender?

La transparencia implica procesos de gobierno más abiertos y, por lo tanto, más auditables por la ciudadanía. Cuán abierto debería ser un gobierno dependerá de muchos factores, y distintas sociedades y líderes tomaremos diferentes posturas al respecto, en función, además, de contextos locales. Pero es un camino que se puede recorrer. 

La confianza es muy injusta: es difícil de lograr y mantener, y muy fácil de perder. Para conseguirla, podemos mejorar la capacidad de nuestros Estados de abordar los problemas y responder a ellos de manera eficaz y eficiente, evitando la partidización de las decisiones. Esto ayuda a darles legitimidad, algo que, en los problemas salvajes, cobra particular relevancia.

Otro eje para aumentar la confianza es la comunicación clara y transparente hacia la sociedad, que explique el estado de situación en tiempo real, el riesgo, la incertidumbre y las decisiones que se van tomando en cada momento y por qué van cambiando a medida que la crisis progresa [53]. Durante la pandemia, hicimos esto especialmente bien en Nueva Zelanda —la primera ministra, Jacinda Ardern, tiene incluso un grado universitario en comunicación política— y en Corea del Sur.

Nuevos liderazgos

 

Los contextos complejos requieren liderazgos con algunas particularidades: deben ser capaces de tomar decisiones informadas por la evidencia, ayudar a coordinar acciones y lograr que lo definido sea implementado de manera adecuada. Como no pueden ser “todólogos”, deberían ser capaces de rodearse tanto de expertos que conozcan bien sus campos profesionales, y los bordes entre lo que se sabe y no se sabe, como de generalistas que puedan construir puentes entre las diversas áreas involucradas en los problemas. Ante un problema salvaje, que tiene siempre consecuencias inesperadas, los especialistas deberían pertenecer a todas las áreas involucradas. En esta pandemia, además de a los médicos que asesoraron a muchos de nuestros gobiernos, quizás habría sido deseable que se hubiera consultado también a expertos en economía, educación o psicología. 

Lo que los líderes necesitan no es seleccionar la información que mejor comprenden o la que justifica las decisiones más populares, sino integrarla, sintetizarla para darle sentido y, recién entonces, utilizarla para la toma de decisiones. Por lo general, la mayoría de nuestros presidentes o primeros ministros suelen ser abogados, economistas o militares. Son escasos aquellos que provienen, por ejemplo, de la producción, las ciencias o las artes, o de ocupaciones poco relacionadas con el aparato administrativo de los Estados. Tal vez sería interesante contar con más líderes que procedan de formaciones diversas.

Para que existan liderazgos más transparentes en sus procesos y más capaces de tomar responsabilidad por sus acciones, necesitamos también que puedan comunicar lo que hacen en forma adecuada. Pero a veces nuestros líderes prefieren ser poco específicos en lo que dicen. Primero, porque la ausencia de métrica clara que indique si algo se logró o fracasó dificulta responsabilizarlos: donde sea que estén, pueden declarar que la carrera termina ahí y festejar que han vencido. Además, ser poco específicos les permite llegar a la mayor audiencia posible y disminuir así la cantidad de personas que podrían oponerse. Pero nosotros, los ciudadanos, podemos exigir que comuniquen de manera específica, para que nos quede claro qué ocurrió.

En los problemas salvajes aprendemos sobre la marcha (también nuestros líderes), y es muy posible, y aun esperable, que las decisiones cambien. Cuando estas son transparentes, si los líderes deben modificar el rumbo porque se aprendió de los errores o aparece un nuevo conocimiento, podemos comprender que eso sea una adaptación racional al dinamismo de un mundo incierto. De lo contrario, ante procesos más opacos es posible que consideremos que las nuevas resoluciones son producto del error, de la ignorancia o de intereses inconfesables. El debate democrático no es bueno únicamente por cuestiones morales: también lo es porque produce mejores resultados, no solo en el contenido de las medidas, sino también en la voluntad general de llevarlas a cabo. 

Ante los problemas salvajes, los líderes deben estar en condiciones de enfrentar un mundo complejo e incierto, donde todo tiene costos y beneficios, los mecanismos no están siempre claros y a veces los resultados se producen mucho después de las acciones.

 

Cerramos aquí la selección de siete herramientas: saber, medir, ser adaptables, tener resiliencia, comunicar, colaborar y ser transparentes. Seguramente podríamos agregar otras, pero desarrollar las mencionadas no puede sino dejarnos mejor parados para el próximo desafío.

Tener buenas ideas, capacidad de llevarlas adelante y voluntad de actuar en esa dirección: la combinación de estos tres factores conforma un superpoder para transformar el mundo.

Las herramientas detalladas facilitan los dos primeros aspectos. Sumemos la voluntad, y estamos. Cada uno de nosotros, a pequeña o gran escala, con mayor o menor interés y posibilidad de impactar en el mundo, tiene la oportunidad de sumar su perspectiva, su talento y su voluntad para hacer de este un mundo mejor para nosotros y para los que vengan. El mundo no es una proyección de nuestra voluntad, no se arregla con frases de tarjeta de cumpleaños, no se transforma porque deseemos que lo haga.

NOTAS 

 

[47] Escribieron juntos el libro de divulgación Nudge (Un pequeño empujón, Madrid, Taurus, 2017), muy accesible para lectores no expertos y extraordinario como introducción a estos temas.

[48] https://www.gov.uk/government/publications/education-recovery-in-early-years-providers-spring-2022/education-recovery-in-early-years-providers-spring-2022

[49] https://link.springer.com/chapter/10.1007/ 978-3-030-40814-5_11

[50] La formadora de docentes Elizabeth E. Gothelf planteó esta idea para el mundo de la educación, pero creo que funciona también en la toma de decisiones en el marco de los problemas salvajes.

[51] https://www.who.int/es/news-room/feature-stories/detail/vaccine-acceptance-is-the-next-hurdle

[52] https://committees.parliament.uk/publications/7496/documents/78687/default/

[53] https://www.health.govt.nz/covid-19-novel-coronavirus/covid-19-response-planning 

bottom of page