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Entender un Elefante
- Guadalupe Nogués

Capítulo 5
Es más complejo
Problemas salvajes

Para cada problema complejo hay una respuesta que es clara, simple y equivocada. 
H. L. Mencken

 

Sistemas

 

Mariposas inesperadas

 

“Incrustada en el barro, resplandeciente en verde, dorado y negro, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.

—¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! —gritó Eckels.

 

Cayó al suelo, una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir equilibrios, derribando primero una línea de pequeños dominós y, luego, de grandes dominós, y luego de gigantescos dominós, a lo largo de los años a través del Tiempo. La mente de Eckels daba vueltas. Aquello no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?”.

En el cuento “El ruido de un trueno”, de Ray Bradbury, unos turistas que viajan al pasado matan una mariposa sin darse cuenta, y cuando vuelven descubren que el presente había cambiado de manera radical. Justamente esta es una de las características de los problemas salvajes, con o sin máquina del tiempo: pequeños cambios en las acciones provocan grandes transformaciones en los resultados. Es como si al apretar un poco el acelerador del auto pasáramos de 10 a 15 kilómetros por hora, pero al presionar un poquito más nos llevara a 150 kilómetros por hora o a menos 100. O peor todavía, porque hay ramificaciones en los resultados: además del cambio de velocidad, apretar el acelerador también encendería el limpiaparabrisas, e incluso existirían derivaciones que nada tienen que ver con lo que estamos mirando, como si acelerar provocara también que se hiciera una compra en el supermercado.

Hechos puntuales, aleatorios y poco frecuentes —la aparición de un nuevo virus, la muerte de una mariposa— desencadenan olas de efectos inesperados. Y como no solo somos observadores, nuestros actos en respuesta a esos eventos provocan reacciones, a veces en la dirección que queremos, otras en sentido contrario y otras incluso en rumbos que nada tienen que ver ni con el problema ni con la solución que intentamos.

En algunos casos, quizá cerrar fronteras para dificultar el ingreso de una variante del virus complicaría también el comercio internacional, lo que haría subir el precio de los alimentos; eso podría desencadenar una crisis política que interrumpiría la aplicación de acciones contra la pandemia. O no.

Cada cosa que hacemos provoca efectos y cambia no solo la solución al problema, sino el problema en sí. Cuando tocamos algo en la telaraña del problema multidimensional, no sabemos hacia dónde irán las vibraciones.

 

Conejos dinámicos

 

En 1950, Australia sufría una plaga de conejos (descendientes de algunos ejemplares europeos cuya población había crecido de un modo descontrolado ante la falta de predadores naturales). Para contenerlos, se introdujo de manera intencional un virus, llamado Myxoma, que causa cáncer de alta mortalidad en conejos en América del Sur. En el primer año, donde se introdujo el virus la mortalidad de los conejos fue del 99,8%. En el segundo, del 90%. En el tercero, de menos del 40%. ¿Qué estaba pasando? Que la mismísima presencia del Myxoma seleccionaba conejos con más resistencia a este, y a su vez surgían variantes del virus menos mortales que le daban mayor posibilidad de reproducirse.

Las típicas dificultades de los problemas domesticados, como la falta de información o la escasez de recursos, siguen presentes en los problemas salvajes. Pero, además, en ellos surgen más fuentes de complejidad debidas al dinamismo de las situaciones: es en parte porque las cosas pueden ser muy inestables y cambiar con rapidez que en los sistemas interconectados aparecen efectos inesperados, en los que los intentos de resolver un problema afectan otros problemas. En el ejemplo de los conejos, lo que al principio parecía una solución razonablemente exitosa poco después dejó de serlo. No alcanza con entender por separado a los conejos y el Myxoma. Necesitamos conocer además las relaciones entre ellos, el modo en el que se influyen recíprocamente y cómo puede ir modificándose esa influencia en el tiempo. Razonar en términos de complejidad nos obliga a pensar en sistemas fluidos y muy inestables.

Hasta aquí vimos que, en relación con el aspecto sistémico de los problemas, lo salvaje puede aparecer en forma de efectos inesperados en distintos ejes (mariposas), y parte de lo que explica esto es el dinamismo de la situación (conejos). Existe algo más que agrega complejidad y causa efectos inesperados: a veces nuestras acciones vuelven como un bumerán y agudizan el problema en vez de solucionarlo. 

 

Cobras retroalimentadas

 

Durante el período colonial británico de la India, Delhi sufrió una infestación de cobras. Para controlarla, el gobierno decidió pagar una recompensa por cada serpiente muerta que se le entregara. Algunas personas empezaron a cazar cobras para recibir el dinero y otras vieron un camino más breve, seguro y eficiente, sobre todo cuando las cobras empezaron a escasear debido a la caza: criarlas, matarlas y obtener la recompensa. Cuando el gobierno se dio cuenta de esto, suspendió la recompensa. Como las cobras ya no tenían valor monetario, los criadores se deshicieron de ellas liberándolas. Como consecuencia, la población de serpientes sueltas aumentó, exactamente lo contrario de lo que se había intentado provocar con la medida. Este es un ejemplo claro, pero no único ni raro, de casos en los que incentivos diseñados para resolver un problema terminan empeorándolo. Por eso, este fenómeno se conoce como “efecto cobra” o de incentivos perversos.

Esta historia ilustra otra característica propia de los sistemas interconectados: la retroalimentación. Hay retroalimentación cuando el efecto termina “volviendo hacia atrás”, hacia el comienzo del recorrido, y lo afecta (el sistema se alimenta a sí mismo). El problema era que había muchas cobras. La medida elegida buscaba disminuir su cantidad, pero el sistema de incentivos implementado provocó un aumento: el problema empeoró. En este caso, el efecto inesperado se debió a la retroalimentación. Entonces, en vez de ser un camino lineal de causas y consecuencias, que termina en un punto, es un circuito cerrado. Como una serpiente que se muerde la cola. 

 

Retrasos

 

Existen otras características que tornan complejos los problemas y permiten explicar por qué a veces se producen efectos inesperados en los sistemas. Por ejemplo, es común la demora entre un evento y sus consecuencias. Entre reconocer un problema como tal, decidir qué hacer y actuar, y también entre la implementación de la solución propuesta y la observación de sus resultados, se producen retrasos que dificultan la comprensión del propio problema, de las relaciones causales entre las variables, de las soluciones y del registro de sus efectos, positivos o no.

En la pandemia hubo muchos de estos retrasos. Como al comienzo los casos no aumentaban demasiado, en parte porque el virus recién empezaba a dispersarse y también porque no realizábamos los testeos suficientes, la amenaza parecía menos urgente. Cuando empezamos a notar el problema, ya había transcurrido un tiempo. Hasta que tomamos las primeras medidas, pasó más tiempo. La aparición de los casos de covid tiene una diferencia temporal de un par de semanas respecto de las muertes; la vacunación, de más o menos un mes con la baja de contagios.

 

Sábana corta

 

Entre las primeras intervenciones para enfrentar la pandemia, en muchos lugares establecimos restricciones a la circulación. Cada país fue una situación particular porque hubo contextos diferentes y se tomaron medidas más y menos estrictas (también, con distintos niveles de acatamiento), pero a grandes rasgos esa estrategia buscaba disminuir, o al menos postergar, el aumento de los casos de covid-19. Dado que el coronavirus se transmite de persona a persona, la idea era que disminuir las interacciones entre individuos frenaba la transmisión del virus. 

 

Si detenemos el análisis aquí, estamos viendo el problema como si fuera domesticado: claramente delimitado, con una solución concreta y factible, aunque sea cara, como ir a Marte. Pero este no era un problema domesticado, sino uno salvaje.

 

Su carácter sistémico nos puso delante de otra dificultad: lidiar con las tensiones provocadas por la decisión de hacer o no algo que es favorable en un eje pero perjudicial en otro, es decir, entender los costos y los beneficios de una medida y buscar una solución de compromiso (trade-off). A modo de ejemplo, si las restricciones prohíben que los restaurantes abran sus puertas, el perjuicio económico para ellos es evidente. En una situación de crisis nos vemos obligados a tomar decisiones de este tipo, está claro. ¿Pero cuánto “está bien” perjudicar a alguien? ¿Cómo hacemos ese balance? ¿Cómo encontramos la solución de compromiso? Si los niños no asisten a la escuela, hay pérdida de aprendizajes. Los protegemos del covid-19, pero ponemos en riesgo su educación y causamos otros efectos. ¿Cuánto de todo esto nos parece adecuado aceptar? Estamos todo el tiempo tratando de cuidar ciertos intereses a costa de otros. Nada es gratis en este mundo regido por las leyes de la termodinámica. 

Por eso, los planteos binarios del estilo “salud o economía” que se formularon en muchos países no reflejaban bien la realidad compleja que estábamos viviendo. Se trata de falsas dicotomías, porque salud y economía están inevitablemente entrelazadas, tanto en el corto como en el largo plazo. Las cuarentenas y demás restricciones provocan recesión, desempleo, pobreza. Estos efectos económicos pueden ser muy prolongados y la recuperación quizá sea lenta. Por otra parte, tampoco debemos separarlos: la pobreza causa efectos de largo plazo en la salud de las personas (desde mala alimentación hasta poco acceso a servicios médicos). Entonces, podríamos encontrarnos ante un efecto de retroalimentación como el de las cobras: medidas restrictivas para mejorar la salud, pérdidas económicas, menos salud en el futuro. No es la única posibilidad, claro. Si elegimos no afectar la actividad económica, podemos provocar un colapso del sistema de salud, aumento de la mortalidad, caída de la productividad y, por lo tanto, empeoramiento de lo que no quisimos dañar. En el contexto de la pandemia, poner el foco exclusivamente en la protección de la salud provoca un daño en la economía, y viceversa.

No existe una solución definitiva, sino una serie de soluciones parciales rodeadas de tensiones —una tela de araña en el espacio y en el tiempo—, que deben resolverse con la mirada puesta, al mismo tiempo, en los próximos quince días y los próximos quince años, en lo que pasa en el barrio y lo que pasa en el mundo. Y además debemos hacerlo en un contexto de información limitada o errónea, tanto acerca de las condiciones del problema como de los resultados de las intervenciones posibles.

Hay más cosas entre el cielo y la tierra que las que entran en un tweet. No deberíamos abordar estas tensiones desde un punto de vista moral. Tampoco de manera absoluta, como si determinado beneficio fuera tan indiscutible que tuviésemos que aceptar todos los costos asociados.

Es posible que exista una solución de compromiso adecuada, un conjunto de medidas que minimice el costo y mejore la situación. Pero, a menos que tengamos mucha suerte, nunca vamos a llegar a ellas si no las buscamos con intención, con los ojos abiertos, sabiendo que con cada paso que damos nos internamos en una tela de araña tejida sobre el abismo, y que si pisamos mal, podemos caernos o hacer caer a otros. Por eso, debemos medir, en lo posible, esos costos y beneficios con el criterio más objetivo posible. A eso tendremos que sumarle una estimación de la incertidumbre asociada y usar eso como insumo para tomar decisiones.

El dinamismo, las retroalimentaciones, los retrasos y las tensiones entre costos y beneficios provocan efectos inesperados. Son algunas de las características que les suman complejidad a los problemas salvajes.

Ojalá fuera solo eso.

 

Personas

 

Si suspendemos la presencialidad en las escuelas o prohibimos a los restaurantes abrir sus puertas con el objetivo de frenar la propagación del virus, las familias y los comerciantes se encontrarán ante una fuente de tensión, porque la medida los beneficia en un eje pero los perjudica en otro. El balance de esa tensión no será igual para ellos que para otros que con esas disposiciones no se ven tan afectados u obtienen beneficios. Además de tener que lidiar con sistemas multidimensionales, la otra gran característica que les agrega complejidad a los problemas salvajes es su índole social. En particular, la existencia de distintos actores, cada uno de los cuales ve el problema a su manera, presiona para que se tomen ciertas decisiones, se comporta con diversos niveles de compromiso cuando las soluciones lo involucran y no siempre evalúa estos beneficios de un modo objetivo. 

 

En ocasiones, este tironeo se vuelve tóxico y contribuye a agregar otra capa de confusión al problema: la aparición del pensamiento de grupo y del tribalismo (de los que ya hablé en el capítulo anterior). Ambos dificultan la toma de decisiones porque impiden que las evaluemos per se; en lugar de eso, las consideramos como parte del paquete de cosas que a nuestra tribu le parecen bien.

Como ejemplo al respecto, veamos lo que pasó en Estados Unidos. Allí existe una enorme polarización política entre los republicanos y los demócratas. Al comienzo de la pandemia, bajo la presidencia del republicano Donald Trump, parecía que cada cuestión pandémica se volvía partidaria. El confinamiento fue mejor aceptado y obedecido en aquellos estados con mayor presencia demócrata. Luego, cuando se impuso el uso de tapabocas, ocurrió algo similar. Al llegar las primeras vacunas, los demócratas fueron más rápidos que los republicanos para vacunarse [26]. Pronto se reveló con claridad un patrón según el cual los estados mayormente republicanos tenían mucha mayor proporción de muertes por covid-19 que los demócratas. Con el tiempo, esa diferencia se fue achicando, pero durante varios meses el efecto de la postura partidaria sobre el comportamiento de los ciudadanos estadounidenses en la pandemia fue un experimento natural con un resultado muy claro [27]. Pero no es una cuestión unilateral, maniquea, de buenos contra malos. Cuando apareció evidencia de que era poco recomendable mantener el cierre de las escuelas a partir de cierto punto, reproduciendo el mismo tipo de mecanismo que los republicanos con las vacunas, los demócratas fueron más renuentes a seguir dicha evidencia. La ceguera es bilateral, pero ignora objetos distintos [28]. 

 

Estados Unidos no es el único país del mundo con una fuerte grieta partidaria. De hecho, esto es algo que se está viendo, en mayor o menor medida, en la mayoría de nuestras democracias. Sin embargo, en ningún otro país se evidenció con tanta fuerza el hecho de que la postura política se tradujera en comportamientos tan disímiles ante la pandemia. La anomalía de Estados Unidos llama mucho la atención, teniendo en cuenta también que, dentro de las naciones más desarrolladas, su proporción de fallecidos por covid-19 fue muy alta. No está claro todavía cuáles fueron allí las diferencias. 

En todas las regiones del planeta observamos que este componente social vuelve a los problemas más complejos. Las distintas partes interesadas pueden ser grupos poderosos, como gobiernos, empresas o elites de todo tipo. Pero, en particular en nuestras democracias, también nos sumamos los ciudadanos de a pie, y esto agrega mayor complejidad. Quizá no seamos un grupo con acceso directo al poder, pero podemos presionar con la movilización a favor o en contra de ciertas causas, apoyando a distintos referentes políticos y sociales, acatando o no las medidas impuestas o interviniendo en ese amplificador gigante que son las redes sociales (que, como todo amplificador, aumenta y distorsiona al mismo tiempo). Esto influye en las decisiones que toman nuestros gobiernos: no solo deben pensar en función de lo que consideran mejor para solucionar un problema, sino también calculando si los apoyaremos o si seguiremos sus instrucciones.

La idea de problema salvaje fue descripta por primera vez hace medio siglo por Horst W. J. Rittel y Melvin M. Webber [29]: “Un problema salvaje es aquel en el que cada intento de crear una solución modifica la comprensión del problema. Los problemas salvajes no pueden ser resueltos de la manera lineal acostumbrada, porque su definición cambia a medida que se consideran y/o implementan nuevas soluciones. Es la complejidad social de estos problemas, no su complejidad técnica, lo que sobrepasa nuestras estrategias actuales de resolución de los problemas y de gestión de los proyectos”. Según ellos, es por eso por lo que los problemas sociales nunca se solucionan del todo, sino que se están solucionando parcialmente todo el tiempo. 

 

Pensar en la complejidad

 

En la “parábola de Buda sobre la casa en llamas”, de Bertolt Brecht, Buda pasa por una casa que se está incendiando mientras todos duermen. A los gritos despierta a los habitantes para que salgan. Pero estos, en vez de salir, empiezan a hacerle preguntas: ¿hay un incendio, de verdad?, ¿cómo podemos saber si afuera de la casa vamos a estar mejor que adentro?, ¿existe realmente un afuera?, ¿cuáles son sus intenciones, señor Buda?, ¿desde dónde lo dice? Mientras las llamas devoran la vivienda, Buda se aleja pensando que con gente así es inútil hablar. Le faltó decir que, si después del incendio no reflexionan sobre la causa de lo que pasó y qué cosas les impidieron tomar decisiones adecuadas, en el próximo incendio van a volver a quemarse.

Un problema salvaje no se resuelve simplemente por acumulación, ni por la mera autoridad de quien nos dice que saltemos por la ventana hacia la noche desconocida. Necesitamos estrategias particulares, ajustadas a ese tipo de problemas. Primero, nunca sabremos todo, pero eso no significa que no sepamos nada. La espera de la perfección, el miedo al error, la parálisis ante la incertidumbre (o la reactividad irreflexiva, que es la otra cara de la misma moneda), son errores prácticos, pero también morales.

Mientras esperamos, el mundo sigue andando. Lo razonable es aceptar que no entendemos todo, determinar qué cosas sí entendemos y, con la mejor de las voluntades, con miedo y con decisión, empezar a trabajar: sacarnos el traje de Superman y ponernos el de bombero.

Como conté en el capítulo 3, para abordar un problema podemos pensar en cuatro etapas: definición del problema, definición de la solución, implementación y evaluación. La primera y la segunda pertenecen al mundo de las ideas, al plano del pensar. Las otras dos, al de la realidad, al hacer. En el caso de los salvajes, todas estas etapas son particularmente difíciles. Para empezar, en cuanto tratamos de definirlos, tropezamos con la primera piedra, porque son demasiado complejos y no los entendemos bien. Como son telas de araña, no hay un comienzo y un fin claros. Al pensar en soluciones posibles, tampoco podemos imaginarlas todas. Cuando decidimos implementar una de ellas para resolver al menos un aspecto, a veces el problema empeora en otro porque se trata de sistemas interrelacionados, con efectos inesperados debidos al dinamismo, las retroalimentaciones, los retrasos o las tensiones entre costos y beneficios. Las métricas para evaluar el éxito o el fracaso son poco claras, y en todas las etapas hay influencia de las diferentes partes interesadas.

 

Por todo esto, no podemos aspirar a resolver del todo este tipo de problemas, tan inciertos, cambiantes y complejos. Después de cumplir un ciclo —problema, solución, implementación, evaluación—, es casi seguro que deberemos realizar iteraciones ajustando el rumbo a partir del aprendizaje de lo ocurrido. Además de la necesidad de contar con información sobre el problema y con recursos muy específicos —como sucede con los problemas complicados—, tenemos en este caso el desafío extra de entender el estado actual de un problema que presenta una enorme cantidad de dimensiones y puntos de vista, porque hay además muchas partes interesadas. Esta es tal vez una de las razones por las cuales las ciencias sociales, como la economía o la epidemiología, no aciertan tanto como las naturales —física o biología—. No es que sean menos competentes, sino que trabajan en sistemas salvajes, en los que incluso estudiar un problema hace que este cambie. En ellos, a veces, combatir las cobras no disminuye su cantidad, sino que la aumenta.

 

Definir el problema

 

Al referirme a los problemas complicados, utilicé los ejemplos de enviar una sonda a Marte y fabricar vacunas que funcionen. Esos problemas tienen un borde claro, son un hilo con dos puntas: en una está la construcción de la sonda y en la otra, que la sonda llegue a destino; en una está el diseño de una vacuna candidata y en la otra, que esa vacuna funcione.

La gestión de una pandemia no es un problema de este tipo, sino una tela de araña, uno salvaje en el que, al no haber una punta del hilo, no queda claro por dónde empezar a abordarlo. Restringir la circulación para disminuir la propagación del virus parece una manera razonable de prevenir contagios. Pero ¿cómo impacta esa acción en otros ejes de salud física? Además, ya vimos que la salud no es solo física, también incluye el aspecto mental y social. ¿Cuál es el borde de este problema? ¿Dónde empieza y dónde termina? ¿El margen para definirlo no es entonces salud covid-19, sino salud entendida de manera más integral? Si esa fuera la respuesta, tampoco sería tan complejo.

Pero todavía falta, porque la pandemia también golpeó la economía, desde pequeñas empresas familiares que quebraron, pasando por grandes empresas que cerraron locales y suspendieron o echaron empleados o enormes industrias como el turismo que se desmoronaron. ¿Era entonces un problema económico? También lo era, pero no solamente. Era además político, con gobiernos que debieron tomar decisiones muy difíciles en muy poco tiempo, balanceando tensiones de todo tipo en un contexto de alta incertidumbre. Y un problema ético y moral, como por ejemplo resolver si está bien que un gobierno controle los movimientos de sus ciudadanos para asegurarse de que obedecen las restricciones impuestas, o para identificar contactos estrechos, y preguntarnos qué va a pasar con ese poder de control cuando la pandemia pase. Podríamos seguir sumando ejes que fueron afectados por la pandemia. Pero también podríamos discutir si fueron efectivamente afectados por la pandemia o por las medidas tomadas para combatirla. ¿Cómo saberlo, cuando ya era una mezcla de todo?

En la pandemia, estábamos ante un sistema en el cual estas dimensiones se entremezclaban y se influían mutuamente. Por eso no había un borde claro ni una definición pulida.

Si recortamos un problema salvaje y nos quedamos solo con la salud, la economía, la educación o el eje que sea, dejaremos mucho afuera. Los sistemas complejos no terminan de permitir ese recorte porque, si perdemos esa visión de conjunto que, con sus propiedades emergentes, es un nuevo nivel de complejidad, no podremos solucionar demasiado: arreglar algo podría provocar que terminemos rompiendo otra cosa, incluso aquello que intentábamos reparar.

Si la imagen moderna del científico es un físico o un químico, un Albert Einstein o una Marie Curie, se entiende por qué “las ciencias”, tal como son explicadas muchas veces por los medios y entendidas por los no especialistas, se llevan bien con los problemas domesticados pero tropiezan con los salvajes. Recién en el siglo XX las ciencias naturales se movieron hacia los problemas salvajes, como los sistemas ecológicos, el clima o las disciplinas del ambiente, donde las ciencias sociales ya estaban intentando hacer pie. Y, aquí, los progresos son menos claros. No es una dificultad de estas ciencias, sino de los problemas que tratan. Hay tropiezos, pero eso no quiere decir que el espiritismo o la solidaridad sean las soluciones adecuadas. No, los tropiezos se deben, justamente, a que esos problemas son difíciles de definir con precisión, que es donde mejor funcionan las ciencias. Y a veces la dificultad no está en la ciencia sino en los científicos, que, al no poder domesticar el problema, lo simplificamos, le definimos un límite arbitrario, lo hacemos entrar a presión en un casillero que al mismo tiempo dominamos y es poco relevante, porque la complejidad se pierde en el camino.

Si ignoramos la complejidad, nos vamos a equivocar mucho. Si, por otro lado, nos paralizamos ante la dificultad de definir el problema complejo, nunca intentaremos abordarlo. Tenemos que encontrar una solución de compromiso entre estos dos extremos.

Es posible. Podemos definirlo, acotarlo de manera provisoria, pero entendiendo bien las limitaciones de ese recorte. Sigamos adelante.

Definir la solución

 

Una vez que definimos nuestro problema complejo, teniendo claro que dejamos mucho afuera, podemos pensar en las soluciones posibles, que es la segunda etapa del ciclo presentado en el tercer capítulo. Supongamos que decidimos priorizar la salud en relación con el covid y los demás ejes pasan a segundo plano. Pensamos una posible solución, que es la restricción de la movilidad. Luego la implementamos (tercera etapa del ciclo), y averiguamos si funcionó o no evaluando lo ocurrido (cuarta etapa). ¿Habríamos puesto en práctica la misma solución si hubiéramos delimitado el problema de otra manera? Casi con seguridad, no. Si lo hubiésemos definido como un problema económico, habríamos priorizado ese aspecto durante la pandemia y las soluciones habrían estado enfocadas en disminuir todo lo posible el perjuicio económico, incluso a costa de la salud o de otros ejes. Dicen que, cuando uno tiene un martillo, todos los problemas parecen clavos.

Un problema salvaje es incluso de difícil descripción, y no hay una manera única de hacerlo. Cuando se lo pretende definir, se lo hace de manera asociada a una determinada solución posible.

A diferencia de lo que ocurre con los domesticados, los intentos para delimitar, acotar y acomodar los problemas salvajes traen aparejada, de manera inevitable, una sugerencia sobre la solución. Es una de sus características típicas.

En este tipo de problemas no hay un número limitado de soluciones posibles. La dificultad no está en que sean muchas, sino en que no podemos hacer una lista con todas, en parte porque nuestra comprensión del sistema es limitada, pero también porque las soluciones que pensamos cambian la definición del problema, lo cual, a su vez, obliga a cambiar las soluciones.

Por eso, hay un punto donde quien define tiene poder. Esto es así porque, al definir, decide, anticipa lo que se hará o debería hacerse. Si un gobierno enfocó la pandemia fundamentalmente como un tema de salud vinculado solo al covid-19, restringió la complejidad a esa óptica, tal vez se rodeó de asesores médicos y todo se ajustó a esa mirada. Si, en cambio, la encaró como algo económico, sus asesores y su mirada fueron otros. La información que busquemos y que consideremos relevante dependerá de la solución que ya estamos pensando, y haremos a un lado otra información que no consideremos importante, aunque quizá lo sea. La complejidad requiere una mirada más amplia.

Hasta aquí vimos que, en el caso de los problemas salvajes, las primeras dos etapas son complejas debido a la naturaleza sistémica del problema. Pero falta considerar el otro gran eje que suma complejidad: el de los actores sociales involucrados.

Cada parte interesada suele definir el problema según su perspectiva. A su vez, esto hace que las demás rechacen esa definición, la información que se tome en cuenta y la solución que se decida llevar adelante. Eso puede terminar reduciendo la posibilidad de éxito o seleccionando las medidas propuestas por los interesados de mayor peso y poder, que no necesariamente son las óptimas, a veces ni siquiera para ellos mismos.

Sería hermoso poder decir de manera unívoca y clara: “Esto es lo que tenemos que hacer para que, en promedio, estemos mejor como comunidad”, pero ni siquiera podemos alcanzar una definición objetiva y común de qué quiere decir “estar mejor”. En particular, en nuestras sociedades plurales, donde los distintos sectores involucrados en el problema y en las soluciones tenemos voz, es complicado encontrar un consenso acerca de cuál es el “bien común” (en nuestras sociedades más jerárquicas y gobernadas por autocracias, este consenso es poco relevante: la autoridad decide y el resto obedece, incluso contra su propio bienestar e intereses, presentes o futuros).

Por todo esto, las soluciones posibles no pueden ser pensadas como correctas o incorrectas de manera dogmática. Hay solamente mejores o peores, en términos de su capacidad para resolver determinado aspecto del problema, de su flexibilidad, de su posibilidad de adaptarse a la incertidumbre, pero no existe la solución perfecta y definitiva.

Desde un punto de vista objetivo, en los problemas salvajes no hay ninguna solución que resuelva todo. Solo son parciales, dudosas, complejas de evaluar, limitadas, temporarias. Podemos lamentarnos, pero es lo que hay. Así son las cosas.

Hacer en la complejidad

 

Definir el problema y la solución es prácticamente imposible en los problemas salvajes, pero lo cierto es que igual debemos tratar de hacerlo de la mejor manera que podamos, entendiendo que es de modo provisorio y que existen limitaciones. Necesitamos enfrentarlos antes de terminar de comprenderlos, sencillamente porque nunca los entenderemos del todo, o al menos no lo lograremos en un lapso relevante. Hay un método perfecto para predecir si mañana lloverá: esperar a mañana y fijarnos si llueve. Es un método perfecto, y también totalmente inútil. Después de haber definido el problema complejo como pudimos, seleccionamos una solución posible y la pusimos en práctica. Pasamos del mundo de las ideas, del pensar al respecto, al mundo de la realidad, del hacer.

 

Implementar

 

Decidimos restringir la movilidad, y encontramos que la medida es bien recibida por algunos grupos mientras que otros se oponen. Si este fuera solo un problema complicado, no pasaría de una cuestión de opinión pública y no tendría demasiado impacto sobre la implementación de esa medida. Si un grupo se opone a la investigación en vacunas o a enviar una sonda a Marte, es difícil que termine afectando esas actividades. Pero en un problema salvaje, que requiere la cooperación de la sociedad, esta influencia puede ser enorme. La etapa de la implementación sufre la incidencia inevitable del apoyo o de la oposición de los diferentes actores sociales, y eso va a transformar el curso de esa implementación.

 

Evaluar

 

Cuando pasemos a la última etapa del ciclo, la de evaluar cómo nos fue, tendremos que usar métricas que debieron haber sido decididas cuando se pensó en el problema y la solución. Esto tampoco es trivial. En un problema complejo, es difícil saber con exactitud qué parte del elefante estamos viendo y cuánto hay que no vemos. Lo que no se mide no está en nuestro campo de acción. Lo que se mide mal se distorsiona o se manipula. Por otro lado, muchas veces —consciente o inconscientemente— medimos lo que queremos ver. Pero, en el mejor de los casos, incluso haciendo esto bien, sin demasiados sesgos y con responsabilidad, medir sigue siendo elegir. Si queremos entender cómo avanza una pandemia, necesitamos determinar casos y muertes. Si queremos entender cuánto afecta a la deserción escolar una intervención como cancelar la presencialidad de escuelas, necesitamos calcular esa deserción.

Ante un problema salvaje, tenemos que medir, pero entendiendo bien qué queda fuera de ese recorte. La alternativa es estar totalmente a ciegas. 

La complejidad genera esta aparente paradoja: cuanto más sabemos, más advertimos lo poco que sabemos. Enfocar las cosas de manera inadecuada puede provocar parálisis o reactividad irracional, dos enfermedades fatales de esta época, tan rica en conocimiento y posibilidades.

Algo que hicimos desde muy temprano en la pandemia fue tomar ciertos indicadores como los más relevantes. El número de muertes confirmadas por covid-19, por ejemplo, nos decía cuántos decesos había provocado el virus de manera directa. Es una métrica muy importante, pero insuficiente para informar, por ejemplo, cuántas muertes indirectas estaban ocurriendo o qué influencia tenía eso en el largo plazo. En principio, no está ni bien ni mal haber usado este indicador, pero quizá no fuimos muy conscientes de sus limitaciones. En esta pandemia, lo que estaba en juego no era solo el presente, sino también el futuro.

La educación es eficaz para disminuir la pobreza, lo que a su vez afecta de manera directa y medible aspectos sanitarios como la esperanza de vida. ¿Qué impacto sobre la pobreza tendrá en los próximos veinticinco o cincuenta años la menor presencialidad escolar durante la pandemia? ¿Será la pandemia el punto en el que la disminución increíble de la pobreza global de las últimas décadas termine y entremos en una meseta? Y, sin embargo, otra vez… ¿esto alcanza para decir que había que mantener las escuelas abiertas? Aunque no tengamos las respuestas, al menos planteemos las preguntas. Sin eso, ni siquiera podremos conseguir las respuestas, o las tendremos delante pero no nos daremos cuenta de lo que significan. Hablar siempre y de manera casi exclusiva sobre el número de muertes por covid-19 que se estaban produciendo nos dificultó notar los efectos de la pandemia en otros ejes, y en el mediano y largo plazo. Redujimos la complejidad del sistema a algo demasiado acotado y terminamos mirando solo el árbol, y no el bosque.

Más allá de nuestros deseos, las decisiones más concretas sobre qué y cómo medir dependen principalmente de cuán estrictos necesitemos ser con la medición y de los recursos disponibles. Medir muertes confirmadas por covid-19 es relativamente sencillo y, por supuesto, relevante. Pero no alcanza con eso. Nos interesa además poder comparar distintas situaciones en más ejes y durante más tiempo, porque esa comparación nos dará información sobre cómo nos está yendo, poniendo el foco en que nuestras decisiones tienen lugar en un sistema multidimensional y dinámico, y si hacemos algo aquí, eso provoca efectos en aquel lado.

Tenemos indicadores que nos ayudan a ver otros ejes. Imaginemos que, durante la pandemia, una persona murió de cáncer porque no se hizo los controles médicos por temor a asistir a un hospital. Otra persona tuvo un accidente doméstico y, cuando fue a la guardia médica, no pudo ser atendida de modo adecuado porque los profesionales y otros recursos estaban ocupados con pacientes con covid-19, y también falleció. Estos ejemplos hipotéticos son decesos que, en una situación normal, no habrían ocurrido, pero sucedieron debido a esta crisis. Son muertes indirectas: no fallecieron por el coronavirus, pero sí, en cierto modo, debido a la pandemia, o a las medidas tomadas para contenerla. Para estimarlas, se suele comparar el número de fallecimientos ocurridos durante un año de crisis con el de años anteriores, que, por no haber padecido desequilibrios grandes, son estables y nos dan una idea de la cifra que podríamos esperar para el año que nos interesa estudiar. La diferencia entre los decesos que hubo efectivamente y los esperados representa las muertes en exceso de ese período. Ese valor nos permite ver el impacto de la pandemia en otros ejes y no solo en la salud vinculada con covid-19, porque incluye las muertes indirectas. Como, de algún modo, permite estimar cuánto peor funcionó ese sistema durante la situación crítica, es un indicador muy usado en la salud pública.

Aun así, el indicador de muertes en exceso mide los fallecimientos actuales, no los del porvenir. La crisis de hoy, y las respuestas a ella, provocan o evitan muertes hoy, pero, de manera indirecta, también lo hacen en el futuro. Hay contextos y situaciones que influyen en nuestra probabilidad de sobrevivir. Una persona pobre vive, en promedio, menos años que otra con mayor nivel socioeconómico. Alguien podría preguntar: ¿pero acaso se muere de pobreza? Claro que sí. También se puede fallecer antes de lo esperado si no se recibió educación adecuada: menos educación provoca, por ejemplo, mayor dificultad para conseguir buenos trabajos, y esto influye en la probabilidad de salir de la pobreza. Pese a que su causa está en el presente, al ser decesos indirectos y a largo plazo es difícil considerarlos al tomar decisiones (otra vez, cuestiones típicas de los problemas complejos). Las futuras muertes antes de lo esperado de las personas que se vuelven pobres hoy no aparecen en el indicador de este año, por lo cual también este dato tiene sus limitaciones.

El indicador de muertes en exceso se consideró un método ideal para medir el impacto inmediato de la pandemia, pero hay otro muy útil que incorpora un matiz importante: toma en cuenta la edad de fallecimiento para indicar los años de vida perdidos. Esta métrica se refiere a la estimación de cuántos años promedio habría vivido una persona de no haber perecido antes de lo esperado. Con el indicador de muertes en exceso da lo mismo si quien fallece antes de tiempo es un niño o un adulto. En cambio, con el de años de vida perdidos no, porque un niño tiene por delante mucho tiempo potencial de vida en relación con un adulto: al morir antes, la pérdida es mayor. Por eso, calcular los años de vida perdidos da más peso a las muertes de niños y jóvenes que a las de adultos y adultos mayores. Otra vez, no está ni bien ni mal. Cada indicador tiene sus características, sus limitaciones, sus dificultades técnicas.

Pongamos ahora algo más sobre la mesa: los niños y los jóvenes fueron parte interesada en el problema salvaje de esta pandemia. Fueron actores sociales relevantes, pero no suelen tener voz y, sin duda, no son quienes toman las decisiones, porque los adultos lo hacemos por ellos. Si somos sus guardianes, tenemos la responsabilidad de decidir en su beneficio. Y aquí hay otra fuente de tensión: los adultos somos también parte interesada, y si bien en algunas situaciones compartimos con los niños necesidades y prioridades, es posible que en otras estemos compitiendo.

Volvamos a la suspensión de la presencialidad en las escuelas, a modo de ejemplo. ¿Cuántas vidas salvó esa medida en el corto plazo? ¿Cuántas muertes provocará en el largo plazo? Ahora cambiemos levemente estas preguntas: ¿cuántas vidas de adultos y cuántas de niños salvó esa medida en el corto plazo? ¿Cuántas muertes de individuos que hoy son adultos y niños provocará en el largo plazo? Vuelvo a la idea de contrafáctico que presenté en el capítulo 3, del “qué habría pasado si”, del camino no tomado, con esta pregunta: si no se hubiera suspendido la presencialidad en las escuelas, ¿qué habría pasado con los adultos y los niños? El interrogante no se refiere de modo exclusivo a los meses de la pandemia y al eje de salud; también abarca otras cuestiones, como la capacidad de esos niños para conseguir trabajo o salir de la pobreza en su vida futura. 

Es duro exponerlo en estos términos y quizá no tengamos las respuestas. Pero no por eso podemos darnos el lujo de no plantear las preguntas, porque podríamos estar pasando una factura intergeneracional injusta sin siquiera saberlo.

Me enfoqué en tres ejemplos de indicadores de salud referidos a muertes: aquellas confirmadas por covid-19, las que se produjeron en exceso y los años de vida perdidos. Pero también podríamos usar métricas referidas a cuestiones económicas o a otros ejes afectados en un sistema tan interconectado.

Decidir qué indicador usar no es solo una cuestión metodológica, también es objeto de tensiones entre distintos grupos de interés. Es otra muestra de que la índole salvaje del problema mete la cola en cada detalle.

El tema de la presencialidad en las escuelas fue uno de los tantos debates acalorados que tuvimos en muchos países entre la sociedad, la comunidad educativa y los dirigentes. La dificultad estaba en que no había una clara respuesta correcta. ¿Por qué? Porque, según lo que se decidía priorizar, la respuesta “correcta” era distinta. Y, como ya dije, no existe una definición clara y objetiva de “bien común”.

Por ahora no estamos en condiciones de entender por completo qué decisiones fueron mejores o peores durante la pandemia. Incluso deberemos ponernos de acuerdo para establecer a qué nos referimos cuando pensamos en términos de mejor o peor. Tendremos que esperar hasta que dispongamos de datos rigurosos sobre lo que ocurrió en ese período, no solo con relación al covid-19, sino también a los demás ejes asociados, como educación, pobreza, empleo, temas de género, violencia o derechos humanos, y eso nos llevará años. También necesitaremos entender bien los efectos a largo plazo. Pero hoy sí podemos argumentar que el análisis de las diferentes medidas tomadas durante la pandemia es muy incompleto si usamos exclusivamente las muertes por covid-19 como parámetro.

 

Iterar

 

Muchas veces tomamos decisiones sin entender, sin poner sobre la mesa todas las variables ni preguntarnos por su impacto a mediano o largo plazo. Y cuando la pregunta no forma parte del diseño de la política, su éxito o fracaso no puede ser evaluado. Elegimos un día en el que alguna variable resulta razonablemente bien y declaramos la victoria (o uno desfavorable para nuestros adversarios y proclamamos su derrota). Puede ser una acción eficaz de relaciones públicas, pero no es una práctica efectiva, ni ética, de política pública.

Cada una de nuestras acciones tendientes a controlar los problemas salvajes va a provocar olas de consecuencias inesperadas. No podemos mapear todas ni esperar que terminen (ni siquiera podremos saber cuándo terminan). Esto no es una defensa de la intuición, no se trata de acudir al tarot o de rendirse: hay que actuar. Hacerlo con tacto, sabiendo que podemos estar equivocados, que necesitamos crear el consenso y, al mismo tiempo, preparados para cambiar de rumbo si llega a ser necesario. En definitiva, debemos entender que estamos ante un problema salvaje y abandonar cualquier intento de resolverlo como si fuera uno domesticado. 

La metáfora militar de victoria o derrota es inútil para abordar estos problemas; lo necesario es orientar nuestros pensamientos para tratar de manejar, controlar o mitigar el problema complejo. En realidad, con este tipo de problemas hacemos intervenciones, más que soluciones. No podemos destruir todas las cabezas de la Hidra. No buscamos la respuesta que soluciona todo, sino que reconocemos la condición salvaje de los problemas y, con eso, admitimos que enfrentarlos es un proceso continuo. No podemos esperar resolverlos (al menos hasta que algo cambie desde afuera, que, en el caso del covid-19, fueron las vacunas, la autolimitación propia de este tipo de patógeno u otros factores similares), sino solo encontrarles soluciones parciales.Tampoco se trata de dividirlos en partes más pequeñas; en vez de eso elegimos focos, planteamos objetivos a diversos niveles, trabajamos en ellos, revisamos el camino y volvemos a empezar. Nos alejamos y acercamos con el zoom de la cámara para tratar de ver de manera simultánea los distintos niveles de complejidad. Cualquier victoria y cualquier derrota en esas etapas es parcial, y hay que considerarlas en el contexto de todas las demás. Por eso, una gran herramienta contra la complejidad es realizar iteraciones permanentes y rápidas, midiendo mucho y todo el tiempo, y aprendiendo en cada iteración.

Cuando tratábamos de controlar el virus, sacrificando bastante en el camino, y vimos que incluso con ese sacrificio muchas cosas seguían empeorando, nos sorprendimos. Esperábamos respuestas simples. Como sociedades, no solemos tener paciencia para lo incierto o lo complejo, y nuestros líderes muchas veces creen prioritario mostrarse seguros aun en contextos que, quizá, requerirían una mayor flexibilidad.

Ese también es un problema salvaje: nuestra falta de paciencia con lo complejo promueve liderazgos que insisten en lo simple, lo cual a su vez alimenta nuestra impaciencia. Si es simple, ¿por qué no lo resuelven de una buena vez?

Recién cuando vimos el piso acercándose empezamos a cuestionar en muchos países algunas de las decisiones tomadas. Pero aun ese cuestionamiento es problemático, porque el centro de la discusión no pueden ser los resultados de las medidas en sí; después de todo, siempre es posible equivocarse en situaciones de incertidumbre, información incompleta y complejidad. La crítica, en cambio, debe enfocarse en la metodología opaca para tomar esas medidas, la falta de puntos de control para corregir el rumbo y los discursos seudorreligiosos para proponerlas, como si Moisés las hubiera bajado escritas en piedra desde el Sinaí en vez de ser lo que eran: decisiones provisorias, diseñadas con la información disponible, sujetas a revisión permanente.

Quienes entienden de sistemas multidimensionales vienen planteando hace décadas una mirada que no termina de hacerse carne ni en las sociedades ni en los tomadores de decisiones: cuando afectamos un nodo de una red, se generan ondas que afectan otros, y cuando tratamos de incluir esos nodos en el análisis, todo se vuelve más grande y complejo. La complejidad no entra en un meme ni en una consigna de campaña, tampoco tiene buena prensa en estos tiempos que quieren confiar en la intuición, en líderes que aparentan saber de todo y en ponerles ganas a las cosas.

Nos convendría abandonar la ilusión de la simplicidad y mirar de frente a un mundo complejo e incierto. Mientras no hagamos eso, no podremos enfrentar este tipo de problemas.

Hicimos lo que pudimos para abordar el problema salvaje de la pandemia. Así fuimos resolviendo la crisis, que era lo inmediato. Lo que tenemos por delante será la catástrofe que queda: los efectos inesperados a mediano y largo plazo, la recuperación económica, social, educativa y de todos los demás ejes. Afrontamos la tarea urgente y durísima de resolverla y ese también será un problema salvaje. En el próximo capítulo nos acercaremos a esta catástrofe para ilustrar ese aspecto de los problemas salvajes: todo el sistema multidimensional en el que vivimos se vio afectado, distintos actores estuvimos involucrados y los efectos no terminan ahora, porque las vibraciones en la tela de araña continuarán por un tiempo más.

 

Si bien nos encontramos en la pospandemia de covid-19, a la vez estamos en la “prepandemia” de otra situación similar. En este libro mi propósito no es analizar el pasado, sino reflexionar acerca de cómo prepararnos mejor para lo que está por llegar.

NOTAS 

 

[26] https://www.pewresearch.org/fact-tank/2021/09/20/10-facts-about-americans-and-coronavirus-vaccines/

[27] https://www.nytimes.com/2021/09/27/briefing/covid-red-states-vaccinations.html

[28] https://www.pewresearch.org/2021/03/05/a-year-of-u-s-public-opinion-on-the-coronavirus-pandemic/

[29] “Dilemmas in a general theory of planning”. https://link.springer.com/content/pdf/10.1007/BF01405730.pdf

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