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Entender un Elefante
- Guadalupe Nogués

Capítulo 1
Éramos tan felices
Entender en la complejidad

Tuvimos la experiencia, pero perdimos el significado. Y un acercamiento al significado restaura la experiencia en una forma diferente. 

T. S. Eliot

 

Medir elefantes 

 

Tratá de no pensar en un elefante. ¡No se puede! Una vez que escuchamos la palabra “elefante” pensamos en uno. De manera similar, es imposible no pensar el mundo a partir de nuestra experiencia personal, de los eventos de los que fuimos o somos parte. Es inconcebible no contaminar ese pensamiento, aunque sea un poco, con lo que vino después. Sin llenarlo de elefantes. Por eso nos resulta tan difícil pensar con objetividad en el mundo anterior a diciembre de 2019, cuando la palabra “pandemia” no formaba parte de nuestro lenguaje cotidiano. 

Algunos fenómenos, como un terremoto, alteran la vida de una población de modo radical e instantáneo. Otros, como la aparición de internet, cambian de a poco la existencia de todas las personas. La pandemia fue, a la vez, súbita y global: sacudió no solo nuestra forma de vivir, sino también de comprender nuestra propia vida y la de los demás. Los años previos fueron los últimos momentos de eso que —bueno, malo o regular— considerábamos normal

Salimos de esta, pero habrá una próxima y, para que no nos encuentre desprevenidos y mal preparados, hace falta entender qué pasó, qué hicimos bien, qué podríamos haber hecho mejor. Y, sobre todo, cómo podremos hacer las cosas mejor esa próxima vez. 

Pero cuando intentamos entender más y mejor los últimos sucesos, nos enfrentamos a una mala noticia: no podemos pensar el mundo sin usar nuestros propios procesos mentales, y ellos, naturalmente, distorsionan la manera en la que lo vemos. 

Sin embargo, también hay una buena noticia: podemos estudiar esas distorsiones, entender cómo se producen y compensarlas de muchos modos, desde el puro análisis estadístico hasta el debate con otros, que al mostrarnos distintas perspectivas y poner en tela de juicio lo que sabemos y cómo lo sabemos nos ayudan a repensar las cosas. 

Para saber hacia dónde vamos no alcanza con entender los hechos del pasado. Necesitamos, además, proyectar hacia el futuro y comparar nuestra época, nuestra situación, con épocas distintas. Así aparecen las grandes tendencias del pensamiento: el optimismo de quienes esperan un futuro inevitablemente superador, el pesimismo de los que añoran un pasado que creen mejor, el determinismo de aquellos que sospechan que el futuro es apenas la proyección de las tendencias del presente. Hagamos a un lado el optimismo y el pesimismo, que son actitudes emocionales más que intelectuales, formas de sentirse en el mundo más que de entenderlo. ¿Qué hacemos con el determinismo, que parece ser una postura más informada y analítica? 

 

Futuros no imaginados 

 

En 1798, el economista inglés Thomas Malthus publicó Ensayo sobre el principio de la población. Allí planteó que, a medida que las naciones producen más alimentos, la población empieza a vivir mejor y, en consecuencia, aumenta su número. El ritmo de crecimiento de la población era, al menos en la época de Malthus, mayor que el del incremento en la producción de alimentos. Por lo tanto, concluyó que la cantidad de alimento disponible por habitante disminuiría y eso expondría a los más pobres a las hambrunas y sus consecuencias. Los economistas llaman a esto la “trampa malthusiana”: cualquier mejora en la oferta incrementa la demanda, lo que hace que la cantidad de bienes disponibles para cada individuo se estanque, o incluso disminuya. No hay progreso posible en el largo plazo, estamos como estamos y seguiremos así, o peor. 

Malthus fue muy influyente en su época, y no solo entre los economistas: Charles Darwin, por ejemplo, comenzó a imaginar su teoría de la evolución a partir de la lectura de su obra. ¿Tenía razón Malthus? La experiencia nos dice que no. En 1960, éramos unos tres mil millones de personas. Hoy somos casi ocho mil millones, más del doble. Según Malthus, deberíamos tener menos de la mitad de bienes por habitante que en 1960. Pero sucedió exactamente lo contrario: en aquel año producíamos unas 2200 calorías de alimento por persona por día mientras que, en 2013, casi 2900. En 1960, una hectárea de tierra cultivada rendía, en promedio, 1,5 toneladas de cereal, y hoy ese número llega a algo más de 4. Aunque algunos estamos mejor que otros, en general todos estamos mejor que antes [1]. La comparación no es entre mundos distintos ni situaciones muy distantes en el tiempo. Son cambios que ocurrieron aquí y ahora, en el lapso de la vida de un ser humano promedio. 

Malthus cometió otro error: supuso que, ante la abundancia, la población solo podría crecer. No es lo que está pasando. Después de la explosión demográfica del siglo XX, las proyecciones indican que en las próximas décadas dejaremos de hacerlo: en muchas regiones del planeta, sobre todo en las más desarrolladas, el número de hijos por mujer ya es menor a 2,1, que es la cantidad que se necesita para que la población se mantenga estable. El futuro de Malthus, nuestro presente, lo contradice de dos formas: no solo la cantidad de bienes crece más que la población, sino que parecería que esa misma abundancia hace que la población crezca menos. 

Ni Malthus ni los demás pensadores de su época imaginaban que esto podía suceder. Analizaron lo ocurrido hasta entonces, encontraron patrones, los proyectaron hacia el futuro de manera determinista y se equivocaron. Ni optimismo, ni pesimismo, ni determinismo. Evidentemente, hay otra posibilidad porque, a diferencia del ajedrez, en el juego de la Historia no solo cambian las posiciones de las piezas, también varían las reglas: aparecen y desaparecen tecnologías, culturas, preferencias, modos de producción. Es un gran juego, complejo, dinámico, incierto. 

Indicadores antiintuitivos 

 

Para Malthus el mundo era estático, pero eso no es cierto: nuestros medios de producción cambian y también varían nuestros deseos y la forma en que respondemos a esas modificaciones. Como resultado, vivimos en la época de mayor reducción de la pobreza extrema, definida como un ingreso menor a 1,9 dólares por día por persona. La proporción de gente que vive en extrema pobreza viene cayendo: en 1820 era el 90% de la humanidad, en 1960 el 55%, y justo antes de la pandemia había llegado al 8%. Pero no solo eso. Desde 1990 también está decreciendo el número absoluto de pobres a pesar de que la población aumenta, y esta caída se aceleró en los últimos años [2]. Lo contrario de lo que Malthus predijo. 

¿Tenemos presentes esas mejoras de los últimos tiempos? Si nos dicen que no pensemos en elefantes, pensamos en ellos. Observamos el mundo desde nuestros sesgos personales [3], nuestras intuiciones, con una percepción que distorsiona muchas veces la realidad. Si queremos ver con más claridad, y así entender lo que ocurre, necesitamos quitar la maleza. Podemos lograr eso mirando números. 

Habrá quienes piensen que los números son algo muy abstracto, pero, por el contrario, son bien concretos. Casi podríamos decir que es la única manera efectiva de pensar el mundo más allá de nuestros diferentes puntos de vista, experiencia personal limitada o actitudes. 

A los datos numéricos que cuantifican una determinada característica los llamamos “indicadores estadísticos”. Como dijo el matemático del MIT John Sterman [4]: “Antes que nada, medir es seleccionar. Nuestros sentidos y nuestros sistemas de información seleccionan solo una pequeñísima fracción de todas las experiencias posibles. Parte de esta selección es fisiológica (no podemos ver el infrarrojo ni oír el ultrasonido). Otra parte es resultado de las decisiones que tomamos. Definimos el Producto Bruto Interno (PBI) de modo que la extracción de recursos no renovables se considera como producción y no como una disminución de las reservas de capital. La atención médica y los gastos de los funerales causados por enfermedades inducidas por la contaminación aumentan el PBI, pero la producción de contaminación en sí misma no lo reduce. Puesto que los precios de la mayor parte de nuestros bienes de consumo no incluyen los costos de la disminución de los recursos o de la degradación del ambiente, estas cuestiones reciben poca atención al tomar decisiones”. 

En un punto, estas definiciones son discutibles y siempre tienen limitaciones. Tal vez definir pobreza extrema como menos de 1,9 dólares por día es adecuado, o tal vez no. No son verdades reveladas. Lo que no podemos discutir es que existen formas más o menos objetivas, más o menos efectivas, más o menos racionales, de mirar el mundo. Y las necesitamos para poder analizar qué pasó, dónde estamos y hacia dónde queremos encaminarnos. 

 

Cualquier medición es una aproximación a la realidad y representa un recorte de esa realidad, pero esto no implica que entonces dé lo mismo medir que no hacerlo, ni que todas las medidas sean equivalentes. 

La Tierra no gira en una órbita circular alrededor del Sol, como sostenía Copérnico, sino que es elíptica. Decir que la Tierra tiene una órbita circular es incorrecto, pero no tanto como decir que el Sol gira alrededor de la Tierra.

Tal vez nos sintamos afiebrados, pero, a menos que midamos nuestra temperatura con un termómetro, no podremos saber si esa percepción es real o equivocada, ni lograremos convencer a otros de cuánta fiebre tenemos. Tampoco nos será posible comparar nuestra fiebre actual con la de otras personas ni con la que tuvimos en algún momento del pasado. 

¿Por qué usar indicadores para entender cómo estamos y cómo estuvimos? Hay otras opciones. Entre las que más nos gustan están las anécdotas. Johann Sebastian Bach (1685-1750) tuvo veinte hijos, pero solo diez de ellos llegaron a la edad adulta. ¿Esta anécdota es representativa de lo que ocurría entonces? Solo con este dato no podemos saberlo, porque quizá los Bach fueron particularmente desafortunados o descuidados con sus hijos y no se trate de un fenómeno trasladable a otras familias de la época. Las anécdotas pueden ser conmovedoras, pero no nos ayudan a entender demasiado. No obstante, si usáramos un indicador para la mortalidad infantil, podríamos decir, en cambio, que la proporción de niños que muere antes de los cinco años pasó de más del 40% en 1800 a menos del 4% en 2017. En los países más ricos, este valor es bastante menor que el 1%. 

Los indicadores son el agregado de las fotos de cada una de nuestras vidas. Aun con sus limitaciones, nos muestran la realidad de manera más confiable que la intuición o las percepciones personales, que dependen más del color del cristal con que se mire. La historia familiar de Bach era representativa, pero no alcanza para entender el mundo. Si bien hay desigualdad y cada muerte infantil es algo que no debería ocurrir, en solo doscientos años el valor del indicador de mortalidad infantil se redujo, a nivel global, más de diez veces [5]. Lo que era común para los Bach y su época se volvió raro para nosotros. 

 

Nunca antes hubo tanta proporción de personas alfabetizadas en el mundo como ahora. Desde 1800 ha venido aumentando y, en particular, esta tendencia se acentuó a principios del siglo XX [6]. Por otro lado, la esperanza promedio de vida al nacer era, en 1800, de 29 años; en 1950, de 46 años, y en 2015, de 71 años [7]. Aun con la desigualdad actual, las poblaciones más pobres viven ahora tanto como vivían las de los países más ricos en 1950. Nunca la esperanza de vida fue tan alta como ahora. Al menos, como antes de la llegada del covid-19. 

 

Volver visible lo invisible 

 

El color del cristal con el que miramos varía según nuestra historia personal, las diferentes visiones del mundo, la ideología o los valores morales, pero en líneas generales tendemos a notar lo malo y lamentarnos de lo mal que está todo. Esto puede tener sentido desde el punto de vista psicológico o social. Esa sensación es quizá la que nos hace seguir empujando hacia adelante. O tal vez es otra cosa: naturalizamos el estado actual del mundo y dejamos de verlo. Se torna “invisible”. Las condiciones de vida siguen mejorando en promedio en todo el mundo, pero, como la variación es muy lenta, no la notamos en la vida cotidiana, y el discurso público tampoco la destaca porque no hay un cambio grande que llame la atención. 

Por otro lado, advertimos más lo que ocurre que lo que no ocurre. Los pobres que dejan de serlo o los niños que sobreviven son no-eventos y no se advierten demasiado. Las vidas salvadas por vacunas tampoco. Sencillamente, se trata de personas que no murieron, y no podemos saber quiénes de los que estamos vivos habríamos fallecido de no haber sido inmunizados. No vemos estos millones de muertes evitadas por año. Suele decirse que las vacunas son “víctimas de su propio éxito”: cuantas más recibimos, menos circulan las enfermedades que ellas previenen y entonces su utilidad parece menor. En los últimos treinta años desarrollamos nuevas vacunas y la cobertura sigue aumentando [8]. Estamos mejorando, pero falta mucho camino por recorrer todavía. 

También nos llama más la atención algo distinto de lo “normal”, de lo frecuente. Si se cae un avión con pasajeros, la noticia ocupa los portales del mundo. Eso es lo visible, y es tanto más llamativo cuanto más extraña se vuelve la caída de un avión. Lo “invisible”, los millones de aviones que no se caen, no sale en la tapa de los diarios, no se ve. 

 

Nuestra percepción personal dice una cosa, pero los indicadores muchas veces expresan otra. Por eso los necesitamos. Nos guiamos por lo inmediato —el corto plazo, aquello más cercano a nosotros—. Los cambios rápidos y las malas noticias son lo que llama la atención. Si una variación es lenta, y además es buena noticia —como las que ocurrieron en los últimos años—, apenas se nota. No hay anécdota que contar, solo indicadores. 

 

Para pensar en los elefantes sin limitarnos a nuestra perspectiva parcial y distorsionada del mundo, empecemos por medirlos. ¿Pero medir es suficiente para comprender? 

Entender elefantes 

 

Seis ciegos que no sabían cómo era un elefante decidieron tocarlo para entender su forma. El primero acarició la trompa y dijo que un elefante era como una serpiente gorda. El segundo palpó una oreja y le pareció que era similar a un abanico. El tercero exploró una pata, por lo que concluyó que un elefante era como el tronco de un árbol. El cuarto se topó con el cuerpo y eso lo llevó a dictaminar que el animal era parecido a una pared. El quinto tocó la cola y así interpretó que era como una soga. Por último, el sexto palpó un colmillo y con esa información dijo que era como una lanza. 

¿Podemos saber cómo es un elefante si nunca vimos uno y somos ciegos? La realidad nos rodea, pero nuestro acceso a ella es limitado e imperfecto y está teñido por nuestros deseos, saberes, capacidades y perspectivas. Cuanto más compleja y desconocida es esa realidad, más difícil resulta comprenderla. ¿Cuál de los ciegos tenía razón? Todos y ninguno. 

 

Emergencia 

 

Podemos estudiar en detalle los átomos de hidrógeno y los de oxígeno, pero eso no será suficiente para entender las propiedades del agua, que pese a estar compuesta por dos partes de hidrógeno y una de oxígeno se comporta de manera muy diferente a los átomos que la componen. Podemos conocer a fondo los distintos tipos de átomos del universo y el modo en que actúan las diferentes moléculas que se forman combinándolos, pero eso no alcanzará para entender por qué una célula está viva mientras que los átomos y las moléculas que la componen no lo están. La vida no es una cualidad inherente a la célula, sino una serie de capacidades (como crear nuevas células o mantener un metabolismo interno) que aparecen solo cuando ciertos átomos y moléculas se organizan de una manera particular y forman esa estructura que denominamos “célula”. 

Llamamos a este fenómeno “emergencia”, y a estas capacidades nuevas, “propiedades emergentes”. No es emergencia en el sentido de urgencia, sino de aparición, algo que surge, que emerge de forma diferente a la suma de las partes [9]. Estas propiedades emergen de la complejidad de los sistemas multidimensionales: los componentes están interconectados, son dinámicos, cambian ellos y las relaciones que establecen entre sí. 

 

Por más que conozcamos las características de la tinta con la que se imprimió nuestro ejemplar de Hamlet, eso no nos va a decir nada sobre el príncipe de Dinamarca. El estudio de la tinta y el papel tampoco nos ayuda a predecir si se convertirán en ese u otro libro. 

Hay pocas ideas más exquisitas, desafiantes y enriquecedoras que la de emergencia: permite que nos pongamos en puntas de pie para alcanzar cosas que, intelectualmente, están un estante más arriba

Por eso, para estudiar cómo se comportan los sistemas complejos, no alcanza con conocer sus componentes por separado, sino que hay que mirar también la complejidad misma. Por lo general, ni siquiera podemos imaginar qué propiedades emergentes aparecerán en un nuevo nivel de complejidad. Si exploramos solo las moléculas, nunca entenderemos qué es la vida. Si los ciegos se limitan a analizar la parte del elefante que logran tocar, no llegarán a comprenderlo como un todo. Esto no es un permiso para embarcarnos en una metafísica según la cual, como no podemos justificar algo —la vida, por ejemplo— mediante sus componentes, entonces podemos hacerlo con algo de afuera, como un élan vital o intervención divina. Tal cosa equivale a decir que las propiedades que no pueden ser explicadas por sus componentes se explicarían agregando uno nuevo. Así no se resuelve el problema. Lo interesante y bello del concepto de emergencia es que las nuevas propiedades dependen de manera exclusiva de la configuración compleja de las cosas. 

Ya me referí a la relevancia de contar con indicadores objetivos que nos ayuden a entender la realidad más allá de nuestras percepciones y a visibilizar cuestiones que, de otro modo, podríamos pasar por alto. Los ciegos también podrían medir el largo de la trompa, la capacidad de disipar calor de la oreja, los materiales que componen un colmillo. Eso les permitiría saber más de lo que pueden averiguar con solo tocar al animal. Pero tampoco será suficiente para entender el elefante completo. Para eso hace falta algo más: que el grupo de ciegos sea capaz de colaborar, de compartir su conocimiento parcial, de argumentar, formular nuevas preguntas, buscar respuestas explorando el resto del animal, desafiar sus propias convicciones y realizar iteraciones, es decir, repetir este procedimiento varias veces. Medir las partes es necesario, pero no suficiente, para entender el todo. En cierto modo, somos ciegos rodeados de complejidad. ¿Qué hacer? 

Mundo complejo 

 

Una célula es un sistema complejo formado por átomos y moléculas. Un elefante es un todo que va más allá de la suma de sus partes. Nuestro mundo también es un sistema complejo, y cada vez más, porque está interconectado como nunca antes. En la actualidad, tanto los problemas como sus soluciones viajan con rapidez: una sequía, una epidemia, una crisis en un lugar pueden compensarse con alimentos o medicamentos producidos del otro lado del planeta. 

A veces tenemos cierta nostalgia del pasado, pero es una fantasía ahistórica. Si solo se trata de una añoranza anecdótica —“todo tiempo pasado fue mejor”—, no es necesariamente un problema. Pero si ese pesimismo distorsiona la manera en la que vemos el mundo, si nos dificulta admitir las pruebas claras de que las personas en conjunto nunca estuvimos mejor que en el presente, puede convertirse en algo peligroso. Sobre todo, porque es capaz de llevarnos a tomar decisiones equivocadas, y los problemas serios que debemos enfrentar requieren las mejores decisiones posibles. No estamos condenados a estar cada vez peor. 

El optimismo de pensar que los problemas se resolverán de uno u otro modo también es injustificado. En nuestro mundo prepandémico habíamos alcanzado avances extraordinarios: más alimentos disponibles, aviones que en general no se caen o la capacidad de manipular patógenos para lograr vacunas efectivas. Nada de eso fue designio del destino, desarrollo del plan de la Historia, intervención de una divinidad o conspiración de los Illuminati: fuimos nosotros trabajando, cambiando el mundo, a veces bien y otras mal, fracasando, intentándolo otra vez. 

Incluso un enfoque más analítico como el que ofreció Malthus resulta insuficiente. Con una mirada determinista, imaginó el futuro como una proyección inamovible, e inevitable, de lo que ocurría hasta entonces. Su pronóstico falló. Pensó en términos de una cuerda que se extiende hacia adelante y no como una tela de araña, una red de hilos interconectados en la que la complejidad del sistema hace que aparezcan propiedades nuevas. 

La complejidad requiere abordajes especiales. Como el zoom de una cámara, debemos tener la capacidad de acercarnos y alejarnos, cambiar de escala para entender los fenómenos complejos en distintos niveles, y al mismo tiempo mantener dichos niveles separados.

Lo que logramos no fue producto de la suerte ni la casualidad, sino el resultado del concurso del ingenio y el trabajo de millones de nosotros que en todo el mundo y a través del tiempo nos dedicamos a buscar la solución de los males cercanos. Mentes de distintas culturas podemos competir y colaborar, y competir-colaborar para abordar los problemas que tenemos delante. Somos una especie compuesta de “solucionadores” de problemas. 

Claro que ese era nuestro mundo prepandemia. Un mundo que, en muy poco tiempo, cambió. No se trata solo de entender qué pasó, sino también de aprender de eso y tratar de imaginar qué vendrá, para actuar lo mejor posible. ¿Por qué no pudimos prever el peligro de la pandemia? ¿O en realidad sí lo anticipamos, pero no respondimos de modo adecuado?

NOTAS

[1] https://ourworldindata.org/world-population-growth, https://ourworldindata.org/food-supply, https://ourworldindata.org/crop-yields

[2] https://ourworldindata.org/grapher/world-population-in-extreme-poverty-absolute

[3] Los sesgos cognitivos son errores sistemáticos que cometemos al pensar y muchas veces son responsables de que interpretemos el mundo de manera equivocada y tomemos malas decisiones.

[4] Sterman, John. Business Dynamics: Systems Thinking and Modeling for a Complex World. Nueva York, Irwin/McGraw-Hill, 2000.

[5] https://ourworldindata.org/grapher/global-child-mortality-timeseries?country=~OWID_WRL

[6] https://ourworldindata.org/grapher/literate-and-illiterate-world-population?country=~OWID_WRL

[7] https://ourworldindata.org/uploads/2018/10/3-World-maps-of-Life-expectancy-e1538651530288.png

[8] https://ourworldindata.org/grapher/global-vaccination-coverage?time=1980..2019&country=~OWID_WRL

[9] Llegué a la idea de emergencia desde la biología, pero sin duda se la puede alcanzar desde otras disciplinas.Tarde o temprano, todos los que reflexionamos y trabajamos con la complejidad arribamos a ella.

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