
Entender un Elefante
- Guadalupe Nogués -
Capítulo 2
Pandemia
Una sorpresa que no debería haberlo sido
Por lejos, la manera más frecuente de lidiar con fenómenos novedosos que nos obligan a reacomodar nuestros preconceptos es ignorarlos.
William James
Cisnes
En el siglo II, el poeta latino Juvenal utilizó la expresión “cisne negro” para referirse a algo que no existe ni puede existir. En Europa, en África, en Asia —el mundo conocido por los romanos— todos los cisnes eran blancos. De modo que, cuando en el siglo XVIII los holandeses llegaron a Australia y encontraron cisnes negros, se llevaron una gran sorpresa. Algo que era considerado una contradicción, algo intrínsecamente imposible, como si dijéramos un cuadrado redondo, se revelaba como una prueba de lo limitado que era su conocimiento.
Hace unos años, el investigador y ensayista Nassim Taleb popularizó en sus libros el concepto “cisne negro” para referirse a un evento que es, por un lado, muy poco frecuente, y por otro, ignorado por el modelo que tenemos de la realidad. Cuando sucede, no puede sino tomarnos por sorpresa. Y porque se lo consideraba directamente imposible, tiene, además, un gran impacto. Taleb agrega que, ante un hecho de este tipo, las personas damos explicaciones a posteriori: una vez que un cisne negro apareció, de pronto parece evidente que ese hecho iba a ocurrir, pero antes de eso nadie había podido anticiparlo.
Un cisne negro no es un suceso muy improbable, como ganar la lotería cinco veces; se trata de algo que ni siquiera está en el conjunto de eventos que imaginamos como posibles.
Es una cuestión de probabilidad, pero también de perspectiva. Y, a principios de 2020, se usó la pandemia de covid-19 como ejemplo de cisne negro. ¿Pero lo fue?
¿Hay un destino más triste que el de Casandra, que veía el futuro pero había sido condenada por Apolo a que nadie le creyera? Hubo muchas Casandras que alertaron sobre la aparición, tarde o temprano, de una nueva enfermedad que se haría pandémica y cambiaría el mundo. Numerosos científicos, en particular epidemiólogos, llevaban varias décadas explicando que una pandemia como la de covid-19 era inevitable [10]. La Organización Mundial de la Salud (OMS), en 1995, les pidió a los Estados miembros que revisaran sus regulaciones ante la “amenaza planteada por los considerables aumentos en los viajes internacionales, especialmente el transporte aéreo comercial, que pueden servir para diseminar rápidamente enfermedades infecciosas” [11]. También comunicadores, periodistas y hasta personalidades como Bill Gates se refirieron al tema y trataron, en vano, de que esa alerta generara acciones adecuadas por parte de gobiernos y organizaciones. En 2019, la periodista científica Laurie Garret escribió un artículo con un título increíble: “El mundo sabe que va a venir una pandemia apocalíptica, pero a nadie le interesa hacer algo al respecto” [12]. No era la primera vez que abordaba el tema: ya en 1994 había escrito el libro La próxima plaga y había dado una charla TED sobre la materia en 2007.
En 2005, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, estableció un plan que preparara al país para una pandemia. “Si esperamos que aparezca una pandemia —advirtió—, será demasiado tarde para prepararnos. Y un día muchas vidas se habrán perdido sin necesidad porque fallamos en actuar hoy” [13]. Su plan empezó a implementarse, pero fue discontinuado poco tiempo después [14]. Ni siquiera el presidente de una superpotencia con enorme cantidad de recursos disponibles pudo hacerlo. Al igual que Casandra, ninguno de ellos fue escuchado.
En 2019, la OMS enumeró las que consideraba las diez mayores amenazas a la salud pública [15]. No, la pandemia de covid-19 en particular no aparecía en esa lista, pero sí estaban estos tres riesgos que se acercan bastante a lo que terminó pasando: “pandemia de influenza (gripe)”, “ébola y otros patógenos” y la “Enfermedad X”. Esta última, hipotética, representaba “la necesidad de prepararse frente a un patógeno desconocido que podría causar una epidemia grave”. Menos de un año después, la X encarnó en el covid-19.
Que fuera una predicción de algo inevitable no la hizo predecible de manera específica. En lugar de aprovechar para prepararnos, nos dejamos estar, hasta que, cuando finalmente llegó, nos tomó por sorpresa. No. Covid-19 no fue un cisne negro, sino blanco. Blanquísimo.
Si tiramos una moneda una y otra vez durante mucho tiempo, en alguna oportunidad van a salir cien caras seguidas. O mil. Y esto es así porque, dada la suficiente cantidad de tiempo, todo, aun aquello de muy baja probabilidad, termina pasando. Tal vez nos enojemos, pero no podemos hacernos los sorprendidos. Creer que esta pandemia fue un cisne negro, un evento en el que nadie había pensado, una sorpresa venida del espacio exterior, solo sirve para justificar nuestra inacción, pasada y futura.
Enemigas silenciosas
Enfermedades hubo siempre. Algunas son causadas por un patógeno, que en general es una bacteria (como la tuberculosis o el tétano) o un virus (como la gripe, el covid-19, el ébola o el sarampión). Algunas de ellas son, además, contagiosas, porque se transmiten de persona a persona, como el sarampión o la gripe. Por eso las llamamos “enfermedades infectocontagiosas”. Otras, como la malaria, que es propagada por un mosquito, o el tétano, que es causado por bacterias del suelo, no lo son. Ahora bien, si se observan dos o más casos asociados epidemiológicamente entre sí en un lugar específico, hablamos de un “brote”. Si el número de personas afectadas en una población en un momento determinado aumenta y se extiende en el espacio, es una “epidemia”. Pero, a veces, una epidemia afecta a un gran número de personas, atraviesa fronteras y alcanza varios países o incluso el mundo entero: a esto lo llamamos “pandemia”.
En general, los seres humanos tratamos de no morir. Aunque sabemos que no viviremos para siempre, intentamos demorar ese momento controlando sus principales causas: nos alejamos de la violencia, dejamos de fumar para evitar el cáncer, hacemos ejercicio y comemos de manera saludable para prevenir las enfermedades cardiovasculares. Pero no todos somos conscientes de que esto está informado por nuestra experiencia moderna. En realidad, históricamente, las grandes asesinas de la humanidad son las enfermedades infectocontagiosas, mucho más que las guerras, los terremotos, los tsunamis y otras catástrofes naturales o artificiales.
Las enfermedades infectocontagiosas son nuestras enemigas silenciosas. Se estima que en el siglo XIV la peste negra (la “plaga”) mató entre 75 y 200 millones de personas en Europa, Asia y el norte de África. Aun si restringimos la mirada, desde el siglo XX vamos a encontrar la gripe española (1918-1920), el SARS (siglas en inglés del síndrome respiratorio agudo grave), la gripe H1N1 y el MERS (síndrome respiratorio de Oriente Medio, según sus siglas en inglés), entre otras enfermedades de muchísimo impacto. La gripe española mató a alrededor de 50 millones de personas y algunos estiman que podrían haber sido hasta 100 millones, muchas más muertes que las provocadas por la Primera Guerra Mundial, y un número que equivale al 5% de la población de esa época. En 2009 padecimos la gripe H1N1, por la que murieron unas 15.000 personas en todo el mundo. Esa pandemia duró poco más de un año [16], hasta que una combinación de vacunación y autolimitación del propio virus hizo que su amenaza disminuyera. Pero no todas las epidemias y pandemias comienzan y terminan en un tiempo acotado. La pandemia de VIH/sida comenzó en 1981 y aún continúa, y se calcula que por su causa murieron hasta ahora más de 36 millones de nosotros.
Entendemos bien cómo operan estas enfermedades, desde la forma en que surgen los diferentes patógenos hasta el modo en que responde nuestro sistema inmune. También conocemos su potencial poder asesino y disruptivo de nuestra vida cotidiana. Tuvimos múltiples avisos de que podía aparecer un patógeno nuevo de esas características. ¿Por qué nos sorprendió cuando llegó?
Nos cuesta mucho entender la complejidad de este mundo, la red dinámica de causas y efectos que lo constituye, la incertidumbre asociada a ella. Y a veces olvidamos también que tenemos la capacidad de hacer mucho: no somos víctimas inexorables del destino.
Covid-19
En diciembre de 2019 se reportó un brote de neumonía en Wuhan, China. No se conocía la causa, y la presentación de la enfermedad era atípica. Fue posible conectar esos primeros casos con un mercado. El 31 de diciembre, China informó de esto a la OMS. Una de las primeras hipótesis fue que el brote podía estar siendo causado por alguno de los sospechosos de siempre, es decir, SARS, MERS o gripe, pero eso fue descartado enseguida. Para el 7 de enero de 2020, ya se había aislado el virus que estaba provocando la enfermedad y se había secuenciado su genoma, lo que significaba que se podían “leer” los genes que lo componían. Con esa información, que fue accesible para la OMS pocos días después, quedó claro que se trataba de un nuevo coronavirus (una gran familia de virus que incluye el covid-19, el SARS y el MERS, entre muchísimos otros) y eso permitió además diseñar test específicos para averiguar si una persona era o no portadora de la enfermedad.
Los primeros meses de 2020 fueron angustiantes. El número de casos aumentaba con rapidez. El virus estaba siempre uno o varios pasos más adelante y, cuanto más tratábamos de responder, más distancia parecía lograr respecto de nosotros. La enfermedad se extendió por China y de ahí pasó a Tailandia y Japón. Muy pronto se encontraba en varios otros países. A fines de enero, se confirmó su llegada al norte de Italia y, poco después, se diseminó por todo ese país. El gobierno canceló los vuelos con China, estableció cuarentenas muy estrictas y suspendió las clases presenciales, entre otras medidas. Pero no fue suficiente. La presión sobre el sistema de salud se volvió insostenible debido al gran número de personas contagiadas en un lapso muy breve. No había suficientes trajes protectores, ni test, ni respiradores para asistir a los enfermos. Los médicos no sabían cómo aliviar a los afectados. Como si esto fuera poco, el personal de salud empezó a enfermar y fallecer en proporción relativamente alta, lo que empeoró aún más la atención de los pacientes. Más tarde o más temprano, con mayor o menor gravedad, esa situación empezó a repetirse en casi todos los países.
El 30 de enero, la OMS declaró la “emergencia sanitaria de preocupación internacional” y el 11 de marzo, como la enfermedad ya estaba distribuida por casi todo el planeta, la reconoció como pandemia. Nuestro mundo físicamente interconectado permite que hoy una enfermedad cruce océanos en algunas semanas —a la peste negra le tomó casi diez años dar la vuelta a Europa de puerto en puerto, por el Mediterráneo y el Atlántico hasta el Báltico.
Luego de varios cambios de nombre, la afección fue bautizada como “covid-19”, y el virus que la causa, como “SARS-CoV-2”. Los síntomas van de muy leves, como los de un resfrío, a muy graves, como neumonía y dificultad respiratoria. La mayoría de las personas se recupera sin problemas, aunque algunas, en especial las de mayor edad o aquellas que padecen algún problema previo de salud, pueden sufrir secuelas a largo plazo o desarrollar una versión grave de la enfermedad y morir.
Pero no podemos pensar en los efectos del covid-19 solo en términos de sus síntomas o de las internaciones o muertes que provoca. La OMS define el término “salud” de una manera muy especial: “un estado completo de bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades” [17]. Esta pandemia nos afectó en los tres ejes, desde el físico hasta varios aspectos mentales, como ansiedad y depresión, y a nivel social, interrumpió nuestras vidas cotidianas. Un virus que afecta de modo directo la salud física perjudicó también, indirectamente, los otros dos componentes. Primera señal clara de complejidad, de interrelaciones, de efectos que reverberan en una tela de araña.
Más allá de todos nuestros logros, de nuestros avances tecnológicos, del conocimiento acumulado —que va de la profundidad de la materia y la energía a la estructura de las galaxias y de la vida—, la pandemia fue un tsunami que nos encontró mirando para otro lado y sin estar preparados.
No solo fue una crisis rápida y más tarde una catástrofe, también fue un golpe a nuestro ego. Volvió evidentes muchos problemas que nunca habíamos resuelto: desde debilidades estructurales en el funcionamiento de grandes organizaciones como la OMS y nuestros diferentes países hasta la forma en que cada uno de nosotros maneja su salud física, mental y social. También destacó las desigualdades socioeconómicas entre las distintas regiones del mundo y reveló nuestras dificultades para entender y actuar con rapidez. La pandemia provocó muchas rupturas y también puso delante de nuestras narices aquello que ya estaba roto y no queríamos o no podíamos reconocer.
Cuando alguien escriba la historia de estos años tendrá que partir de una idea inapelable: todos sufrimos por la pandemia, aun si no nos enfermamos ni perdimos a alguien querido. Otra señal de complejidad: todos padecimos —y lo seguiremos haciendo—, tanto las consecuencias de la enfermedad como las de aquellas medidas tomadas para intentar mitigarla. Y todos es todos, en todo el planeta, de manera rápida y furiosa.
La aparición de esta pandemia era solo improbable, pero nos equivocamos y la consideramos imposible. Fue un error gravísimo, que seguimos pagando. Si no reconocemos esto, no podremos aprender a prepararnos para la próxima. Pero reconocerlo nos obliga a hablar de algo incómodo: la incertidumbre y el riesgo que estamos dispuestos a tomar o que podemos tolerar.
Incertidumbre y riesgos
Una vieja historia comienza con un granjero que tenía solo un caballo. Un día el animal escapó. Todos los vecinos llegaron diciendo: “Lo siento tanto. ¡Qué mala noticia! Debés estar muy molesto”. “Ya veremos”, respondió el hombre. Unos días después su caballo volvió con veinte ejemplares salvajes. El hombre y su hijo metieron a los veintiún caballos en el corral. Todos los vecinos llegaron diciendo: “¡Felicidades! ¡Qué buena noticia! Debés estar muy feliz”. “Ya veremos”, volvió a responder. Uno de los potros salvajes golpeó al único hijo del granjero y le rompió ambas piernas. Todos los vecinos llegaron diciendo: “Lo siento tanto. ¡Qué mala noticia! Debés estar muy molesto”. “Ya veremos”. El país entró en guerra, y los hombres jóvenes y en buena condición física fueron reclutados para luchar. La guerra fue terrible y mató a casi todos los soldados; el hijo del granjero se salvó porque sus piernas rotas evitaron que fuera alistado. Todos los vecinos llegaron diciendo: “¡Felicidades! ¡Qué buena noticia! Debés estar muy feliz”. “Ya veremos”.
Esta fábula ilustra cómo nos afecta la incertidumbre. No sabemos qué pasará, no sabemos cómo va a impactar en nuestras vidas lo que pase ni cuál es la escala de tiempo adecuada para analizar los fenómenos.
Uno de los aspectos que la pandemia puso con claridad sobre la mesa fue nuestra dificultad para entender situaciones de incertidumbre y responder a ellas. Tal vez en gran medida esto fue lo que impidió que escucháramos los vaticinios de las Casandras.
No solemos pensar de modo probabilístico y, por eso, nos cuesta entender que los eventos que rara vez ocurren, cuando lo hacen, pueden acarrear consecuencias tremendas. La probabilidad de que un asteroide se estrelle en la Tierra es bajísima, pero si hubiéramos sido dinosaurios hace 65 millones de años, nosotros y muchísimas otras especies habríamos desaparecido. Ese suceso improbable causó una extinción masiva. Desde el punto de vista de los actores, la probabilidad de algo no es lo único importante: también hay que pensar en el efecto que pueda tener (a la combinación de probabilidades y efectos los matemáticos le pusieron el hermoso nombre de “esperanza”, que es algo así como un promedio de todo lo posible y sus resultados).
Tomamos nuestras decisiones en base a los resultados que esperamos. En este caso, esperar tiene el doble significado de aquello que nos dicen las probabilidades y lo que deseamos que ocurra (el inglés lo resolvió mejor con dos palabras distintas: “expect” y “hope”). Cuando nos sentimos perdidos, cuando no sabemos de dónde nos llegan los golpes, nuestras respuestas se vuelven de supervivencia inmediata, son menos reflexivas, y pasamos al modo ataque o nos paralizamos. Nada de eso ayuda a una buena gestión de la incertidumbre.
Pero no todas las fuentes de incertidumbre son iguales, y, si queremos aprender a lidiar con ellas, primero necesitamos entenderlas. Para empezar, el conocimiento científico tiene una incertidumbre inherente. Quien busque certezas absolutas puede dedicarse a la teología o la matemática, pero en las ciencias del mundo natural el conocimiento se construye de modo gradual y parcial. Hay avances y retrocesos, hasta que poco a poco se converge en un consenso científico, que, aunque es fuerte y confiable, sigue siendo un conocimiento provisorio puesto a prueba de manera permanente.
Doscientos años de Newton terminaron —en dos sentidos: llevaron a y concluyeron— con Einstein, y algún día es posible que alguien haga lo mismo con él. La ciencia nos obliga a prestar siempre atención a las evidencias. Todos los cisnes son blancos hasta que aparece uno de otro color. Si a esto se le agrega que a veces necesitamos tomar decisiones antes de saber todo, porque saber lleva tiempo, tenemos más incertidumbre todavía.
Hay también otra fuente de incertidumbre, tal vez más inmediata y angustiante: la de las consecuencias de nuestras acciones e inacciones, las que, en los contextos complejos en los que nos toca vivir, son particularmente relevantes y difíciles de mapear.
En la escala de nuestras vidas cotidianas, la incertidumbre y el manejo del riesgo suponen un enorme costo, tanto emocional como cognitivo. Los meses pandémicos, en especial los primeros, cuando todavía no sabíamos mucho, nos agotaron. Cada acción implicaba evaluar riesgos y beneficios, y tomar decisiones que siempre eran un compromiso entre estos dos ejes. ¿Voy a hacer las compras o me quedo en casa? ¿Esta actividad es segura? Si no lo es, ¿vale la pena correr el riesgo? ¿Puedo decidir no correrlo, o tengo que hacerla igual? Nos dimos cuenta de que las respuestas no eran “sí” o “no”, eran “depende” o “no sabemos”, o directamente debíamos elegir entre opciones inciertas y riesgosas. Nuestras mentes suelen empeñarse en comparar una situación hipotética con lo deseable o “normal”. Pero, cuando evaluamos el riesgo de contagiarnos, la contraparte no es la ausencia total de peligro, sino otra situación con una amenaza diferente. Elegir (si podemos) no exponernos al contagio, por ejemplo, recluyéndonos en nuestras casas no es eliminar todo riesgo. Es optar por otros, como el que puede provocar el aislamiento en nuestra salud mental, o perder nuestra fuente de ingresos, o afectar de algún modo la educación de nuestros hijos.
Cuando carecemos del control total de la situación, fantaseamos con que hay alguien que sí lo tiene. Pero en este caso no lo tenemos, ni los gobiernos ni los individuos. La incertidumbre algunas veces es mayor y otras, menor; a veces es más evidente y a veces, menos, pero siempre está ahí, agazapada. En ese contexto, hicimos valoraciones sobre nuestras decisiones individuales, y las de los demás, basadas en sesgos: “Necesito ir a comprar esto a un negocio, pero mi vecino hace mal en encontrarse con un amigo en la plaza”. “Mi hijo tiene que festejar el cumpleaños con sus amiguitos, pero esas personas hicieron mal en convocar una reunión de trabajo presencial”. Ellos son descuidados, ignorantes y no tienen en cuenta la salud pública, en cambio nosotros tomamos riesgos calculados y razonables.
Pensar en términos de nosotros y ellos quizá sea uno de los puntos de vista más contraproducentes que podemos tener en el contexto de un desafío a gran escala, que nos afecta a todos. Y al mismo tiempo es una respuesta natural y esperable de nuestra especie ante situaciones como esta: la crisis siempre es responsabilidad del otro.
También actúa la incertidumbre propia de los problemas. Esta pandemia pasará, pero todavía no sabemos cuándo vendrá la próxima. Aunque, claro, si seguimos pensando que estos eventos inciertos son cisnes negros, por definición dejamos la próxima pandemia fuera del espacio de lo posible. La buena noticia es que, al no hacernos cargo, nos evitamos el costo y la angustia de prepararnos. La mala es que, cuando venga, no estaremos bien preparados y volveremos a hablar de cisnes negros, a identificar a las Casandras que deberíamos haber oído y a prometer que la próxima vez lo haremos mejor. Si siempre vamos a empezar la dieta el lunes después de reunirnos a comer con amigos el domingo, nunca vamos a encarar con seriedad una dieta: luego de cada lunes viene otro domingo. A menos que salgamos del círculo vicioso, la próxima vez será igual que esta.
Si un evento es de bajísima probabilidad pero de alto riesgo, no podemos postergar la preparación. Para aquellos de nosotros que somos políticos o decisores podría resultar conveniente considerar que no había manera de imaginar que una pandemia como esta pudiera aparecer. Esa interpretación nos exime de la responsabilidad de no haber adoptado medidas adecuadas para preparar nos. Pero era un riesgo del que éramos, o deberíamos haber sido, conscientes. Casandra nos había avisado. Aunque ignorábamos qué pandemia nos iba a tocar y cuándo, a grandes rasgos sabíamos que una pandemia iba a producirse. El problema es que no transferimos ese conocimiento de manera eficaz a la toma de decisiones en política pública (las políticas públicas son las acciones que llevan a cabo los gobiernos con el propósito de resolver los problemas de la sociedad). Elegimos pensar en otra cosa. Y pagamos el costo.
Prevenir o curar
Si sabíamos que una crisis de estas características iba a ocurrir en algún momento, ¿por qué no pudimos pasar de ese conocimiento a la acción concreta? Como aclaré en el prefacio, uso la primera persona del plural porque tanto covid-19 como cualquier otra pandemia pasada o futura, literal o figurada, nos afecta a todos. Somos parte del problema y también de la solución. Pero, si bien estamos juntos en esto, no todos tenemos las mismas responsabilidades o el mismo poder. ¿Por qué los que están a cargo de las grandes decisiones en nuestros países no pudieron escuchar? ¿O escucharon y miraron a otro lado, sin actuar? ¿O actuaron, pero de manera incorrecta o insuficiente?
Hay varias respuestas posibles a esas preguntas. Por un lado, nuestros gobiernos suelen estar más preocupados por amenazas (potenciales o reales) de otro tipo, como los conflictos bélicos o las crisis económicas y sociales. Las alertas respecto de posibles catástrofes de índole más “científica” no parecerían tener tanta llegada. Después de todo, lo vemos día a día con la crisis climática. ¿Tendrá que ver esto con que nuestros políticos suelen estar formados en humanidades y no en ciencias naturales? ¿O quizá con que es más fácil para nuestras mentes designar como enemigo a una persona o grupo de personas que aceptar que esa amenaza es parte del mundo natural, como un virus o el cambio climático? ¿Nos resulta más sencillo actuar en el mundo de nuestras propias creaciones —la política, la guerra, las crisis financieras, la competencia entre humanos— que en aquel donde también intervienen fenómenos extrahumanos, con su aura gigante de poder e inevitabilidad, que no tienen intenciones y que por lo tanto escapan a la lógica de la negociación?
Por otro lado, respecto de la visibilidad a la que me referí en el capítulo anterior, las acciones de los gobiernos para impedir catástrofes no siempre son evidentes para los ciudadanos. Los aviones que no se caen no salen en la tapa del diario. Por lo tanto, es difícil que los votantes premiemos a un líder que actúa previniendo problemas. Sí solemos recompensar con el voto a aquellos que actúan rápido y con (aparente) seguridad, a los que se enorgullecen de no dudar, de saberlo todo de antemano, a los que, aunque lleguen tarde, luego afirman: “Yo siempre dije eso”.
No valoramos a un líder que duda o cambia de opinión. Pero necesitamos líderes que posean, por lo menos, la capacidad de tener y alentar dudas razonables, que habiliten la reflexión profunda. Este es el mejor modo posible de manejar las crisis.
En nuestros países más pobres, destinar parte de los escasos recursos a la preparación para enfrentar la pandemia venidera quizá no sea la decisión óptima, porque recursos usados en algo equivalente a recursos no usados en otra cosa, tal vez más urgente y relevante en esa escala. Pero incluso la mayoría de los países más ricos parecen no haber estado bien preparados. Poco antes de que se identificara el nuevo coronavirus, el Índice de Seguridad de Salud Global [18] tomó en cuenta más de cien factores para clasificar 195 países según cuán bien estaban preparados para combatir brotes de enfermedades. Según esa clasificación, los primeros dos países eran Estados Unidos y el Reino Unido. Ni la pandemia ni sus efectos a largo plazo terminaron, por lo tanto, es difícil establecer a qué países les fue mejor o peor, pero ninguno de los dos parece haber superado el promedio (aunque tal vez parte del problema sea que ese Índice de Seguridad de Salud Global no considere variables que son relevantes, o tenga en cuenta otras que no lo son).
Está claro que era imposible saber qué tipo de patógeno nos pondría en esta situación, por lo que no podríamos haber preparado medicamentos o vacunas con anticipación. Incluso en gran parte del mundo hubo demoras en reaccionar, porque al principio parecía una situación manejable con facilidad. Es posible que en China hayamos minimizado (o intentado ocultar) esos primeros casos que aparecieron en Wuhan. Pero, aun después de que allí pusiéramos en cuarentena a veinte millones de nosotros a fines de enero de 2020, en muchos países de Occidente seguíamos sin pensar que esa amenaza iba a alcanzarnos. Esto influyó también en la toma de decisiones y demoramos las primeras respuestas. Para cuando nos dimos cuenta de lo que pasaba, ya era demasiado tarde: el virus había entrado y empezaba a circular entre nosotros.
Sin embargo, hubo excepciones. Una es Corea del Sur [19], donde, sobre todo en la primera parte de 2020, pudimos contener muy bien el avance de la enfermedad. ¿Por qué allí estábamos preparados? No es fácil responder esta pregunta, pero se considera que en buena medida fue porque en 2015 habíamos sufrido un fuerte brote de MERS y el gobierno fue muy criticado por su manera de manejar la situación. Eso alteró el sistema de incentivos y llevó a que efectuáramos los preparativos adecuados en tres aspectos fundamentales: detección, contención y tratamiento. En cuanto a lo primero, construimos instalaciones de gran capacidad para la detección y trabajamos en estrecha colaboración con el sector privado para garantizar un suministro adecuado de test de diagnóstico desde el inicio de la pandemia. Aislamos con rapidez los primeros casos positivos y les dimos apoyo, lo cual hizo que las personas aceptáramos ser puestas en cuarentena (una vez más, incentivos). Establecimos un sistema eficiente (aunque muy cuestionable en términos de privacidad) de identificación de contactos estrechos al permitir que cientos de funcionarios pudieran acceder a datos de transacciones de tarjetas de crédito y videos de cámaras instaladas en las ciudades. Por otra parte, para mejorar el tratamiento de los pacientes, reclutamos y redireccionamos personal de salud, desde el Estado adquirimos una gran cantidad de equipos de protección personal y reestructuramos el sistema hospitalario.
Corea del Sur es un ejemplo de cómo se puede actuar cuando consideramos estar, efectivamente, ante un cisne blanco y no uno negro. Terminaremos de comprender los efectos de mediano y largo plazo de la pandemia dentro de muchos años, y quizá recién en ese momento podamos efectuar un análisis cuidadoso y exhaustivo de los países que respondieron mejor y los que lo hicieron peor. Pero sí, al menos en esos primeros meses, en Corea hicimos bien las cosas.
Hasta ahora repasamos cómo estábamos antes de la pandemia, no tanto desde percepciones personales, que pueden estar equivocadas, sino por medio de indicadores más objetivos. También establecimos que, en contextos complejos con sistemas multidimensionales y dinámicos, aparecen propiedades emergentes características que son más que la suma de las partes, y que entenderlas requiere un abordaje especial, inalcanzable desde el estudio aislado de cada una de esas partes.
Nuestro mundo actual es complejo y esto se hizo más evidente con la aparición de la pandemia. Si bien nos habían advertido que algo así ocurriría tarde o temprano, actuamos como si hubiera sido un aviso de Casandra: no nos preparamos de manera adecuada, al menos en la mayor parte del mundo. No nos movemos bien en contextos de alta incertidumbre.
Sea la pandemia o cualquier otra situación similar, lo que puede ayudarnos es pensar en términos de problemas y soluciones: el mundo nos expone a situaciones problemáticas globales, inciertas y potencialmente catastróficas, y está en nosotros buscar esas posibles soluciones. En el próximo capítulo lo veremos.
NOTAS
[10] https://www.bmj.com/content/369/bmj.m1852, https://www.thelancet.com/journals/laninf/article/PIIS1473-3099(14)70846-1/fulltext
[12] “The World Knows an Apocalyptic Pandemic Is Coming. But nobody is interested in doing anything about it”, https://foreignpolicy.com/2019/09/20/the-world-knows-an-apocalyp-tic-pandemic-is-coming/
[13] https://abcnews.go.com/Politics/george-bush-2005-wait-pandemic-late-prepare/story?id=69979013
[14] https://georgewbush-whitehouse.archives.gov/homeland/pandemic-influenza-implementation.html
[15] https://www.who.int/news-room/spotlight/ten-threats-to-global-health-in-2019
[16] https://www.science.org/content/article/who-declares-official-end-h1n1-swine-flu-pandemic
[17] https://www.who.int/about/governance/constitution
[18] https://www.ghsindex.org/
[19] https://ourworldindata.org/covid-exemplar-south-korea